Nació dentro del seno de una familia de clase media peruana, de clase media peruana - y provinciana - en el Perú (disculpando la tristeza). En aquellos tiempos, el espanto era sólo una circunscripción de complejos y penurias derrotada permanentemente por la esperanza (negada, después) de que todos los bebes venían con su propio pan bajo el brazo.
En setiembre de 1979 se discutía agriamente la conveniencia de que Armando Villanueva, a pesar del innegable carisma del patriarca Andrés Townsend Ezcurra, se convirtiera en el candidato aprista para las elecciones del retorno a la democracia el año posterior. La lucha por la sucesión era evidente, luego de la muerte –un mes antes – del líder máximo Víctor Raúl Haya de la Torre. Por su parte Fernando Belaúnde, el derrocado mandatario acciopopulista, confiado en su intuición y su innegable carisma político, se alistaba a ser ungido por segunda vez Presidente de la República, con cerca del 45% de los votos válidamente emitidos, bajo el imperio de una nueva Constitución Política. Aquél 15 de aquél mes, vio la luz por primera vez, en la antigua clínica Virgen de Lourdes.
Fue creciendo entre dos fuegos; en medio de la neblina color panza de burro de la ciudad más triste del mundo (como denominó Herman Melville a Lima), y el cielo azul plagado de nubes de algodón de IQT. Sobrellevó las limitaciones y posibilidades que se le expone a un niño en un mundo repleto de complejos, pero absolutamente carente de opciones. Sus progenitores, más o menos conocidos en una ciudad que aún no despertaba al caos, cuidaban su regazo como un auténtico bunker.
IQT era en ese entonces una sucesión de casas con techo de calaminas y gatos ladrones de carne. Los muchachos dibujaban revistas educativas Bruño, jugaban el fútbol, eran fanáticos bailarines de “Thriller”, portaban orgullosos su vitalicia membresía del club de hinchas del CNI y alucinaban darle la mano al “Loco” Quiroga. Las niñas, puras y vírgenes, libres de pecado, jugaban a vestir a sus muñecas de papel con vestidos sofisticados, mientras soñaban con tacones lejanos y, quizás, una carrera corta y un hombre bueno que les comprara una casita y un televisor a color de veinte pulgadas, con control remoto.
Los vecinos disimulaban su incultura y eran amenos. En las tardes se entregaban a las hamacas, ebrios ya de aburrimiento, macerados ya de insolación. La vida transcurría flemática en las fiestas patronales. Se bebía cerveza y se homenajeaba al poderoso con obsequios de equívoco gusto y papel lustre. Los curas desayunaban en las casas de la gente decente y el río Amazonas nos devastaba con las nuevas tendencias de la moda de España, las camisas de Panamá y el arribismo del trópico.
Algunos jugábamos a la guerra y los carritos desde algún inmejorable status de cachorros de un clan de profesionales respetables y católicos (con lejanas excepciones, nada inmanejables, por cierto). No conocía su historia ni pensaba conocerla algún día. Sobrevivió a Belaúnde, el arquitecto que ya avecinaba el fracaso económico. Sus padres, orgullosos -¿qué padre no lo es?- miraron sus ilusiones como una fuerte posibilidad; le establecieron un colegio religioso, pusieron un profesor particular a su disposición, transaron varias comodidades. Hasta que llegó el “futuro diferente” del ex presidente Alan García, el más inepto, irresponsable y miserable de todos los Jefes de Estado contemporáneos que hemos padecido.
A los once años, su vida sólo tenía un unívoco significado, a pesar de su inteligencia, su capacidad y sus méritos: incertidumbre. Entendió plenamente el desgarro existencial de Vallejo.
En setiembre de 1979 se discutía agriamente la conveniencia de que Armando Villanueva, a pesar del innegable carisma del patriarca Andrés Townsend Ezcurra, se convirtiera en el candidato aprista para las elecciones del retorno a la democracia el año posterior. La lucha por la sucesión era evidente, luego de la muerte –un mes antes – del líder máximo Víctor Raúl Haya de la Torre. Por su parte Fernando Belaúnde, el derrocado mandatario acciopopulista, confiado en su intuición y su innegable carisma político, se alistaba a ser ungido por segunda vez Presidente de la República, con cerca del 45% de los votos válidamente emitidos, bajo el imperio de una nueva Constitución Política. Aquél 15 de aquél mes, vio la luz por primera vez, en la antigua clínica Virgen de Lourdes.
Fue creciendo entre dos fuegos; en medio de la neblina color panza de burro de la ciudad más triste del mundo (como denominó Herman Melville a Lima), y el cielo azul plagado de nubes de algodón de IQT. Sobrellevó las limitaciones y posibilidades que se le expone a un niño en un mundo repleto de complejos, pero absolutamente carente de opciones. Sus progenitores, más o menos conocidos en una ciudad que aún no despertaba al caos, cuidaban su regazo como un auténtico bunker.
IQT era en ese entonces una sucesión de casas con techo de calaminas y gatos ladrones de carne. Los muchachos dibujaban revistas educativas Bruño, jugaban el fútbol, eran fanáticos bailarines de “Thriller”, portaban orgullosos su vitalicia membresía del club de hinchas del CNI y alucinaban darle la mano al “Loco” Quiroga. Las niñas, puras y vírgenes, libres de pecado, jugaban a vestir a sus muñecas de papel con vestidos sofisticados, mientras soñaban con tacones lejanos y, quizás, una carrera corta y un hombre bueno que les comprara una casita y un televisor a color de veinte pulgadas, con control remoto.
Los vecinos disimulaban su incultura y eran amenos. En las tardes se entregaban a las hamacas, ebrios ya de aburrimiento, macerados ya de insolación. La vida transcurría flemática en las fiestas patronales. Se bebía cerveza y se homenajeaba al poderoso con obsequios de equívoco gusto y papel lustre. Los curas desayunaban en las casas de la gente decente y el río Amazonas nos devastaba con las nuevas tendencias de la moda de España, las camisas de Panamá y el arribismo del trópico.
Algunos jugábamos a la guerra y los carritos desde algún inmejorable status de cachorros de un clan de profesionales respetables y católicos (con lejanas excepciones, nada inmanejables, por cierto). No conocía su historia ni pensaba conocerla algún día. Sobrevivió a Belaúnde, el arquitecto que ya avecinaba el fracaso económico. Sus padres, orgullosos -¿qué padre no lo es?- miraron sus ilusiones como una fuerte posibilidad; le establecieron un colegio religioso, pusieron un profesor particular a su disposición, transaron varias comodidades. Hasta que llegó el “futuro diferente” del ex presidente Alan García, el más inepto, irresponsable y miserable de todos los Jefes de Estado contemporáneos que hemos padecido.
A los once años, su vida sólo tenía un unívoco significado, a pesar de su inteligencia, su capacidad y sus méritos: incertidumbre. Entendió plenamente el desgarro existencial de Vallejo.
Nació en nuestro país, qué más quieren que les diga (perdonen la tristeza, otra vez).
Antes de que se iniciaran todos los graves problemas económicos, su padre había sobrevivido a dos preinfartos. Vino de Lima inmediatamente, justo cuando Fujimori había decretado el “shock” que negó virulentamente durante la campaña electoral de 1990. Pronto se acabaron los paseos de sábados a las ocho de la noche, después de misa, por la Plaza de Armas caminando con un helado, las salidas con amigos del Fátima, del San Agustín o del Liceo. Se acabaron paulatinamente los domingos en deslizador por el río Nanay y los duchazos en la piscina semi olímpica del Club Tennis. Se fueron evaporando las cifras en azul de las tres empresas familiares. Su madre dejó de comprarse vestidos y ahora compraba sus perfumes franceses de contrabando.
Cuando empezaron los procesos de embargo de las propiedades, la familia entera visitaba casi a diario el Palacio de Justicia. Desde el último piso, a donde subía a veces en sus momentos de depresión adolescente, la avenida Grau se veía larga, llena de motocarros, motos, triciclos, vendedores, transeúntes, pirañitas, fumones, borrachos, piltrafas y putas y algunos niños bien peinados con uniformes de educación física que tenía un águila grabada en el centro sobre fondo blanco. Las bancas destartaladas de madera se encontraban repletas de jubilados, secretarias y empleados con camisitas de algodón y pantalones remendados, el ambiente se encontraba impregnado de un olor a maduro asado con helado de aguaje y salsita picante de cocona, las piletas de la Plaza 28 de Julio apenas sí mantenían empozamientos de orina fermentada. El país estaba en camino a la quiebra.
Pronto perdieron la primera empresa. Luego la segunda. Finalmente la más solvente. Luego perdieron la casa de Lima. Pronto el banco terminó ganándoles en primera instancia la casa familiar, sin embargo apelaron y pudieron hacer una argucia para mantenerla, obviamente a manos de interpósita persona. Creció y terminó la secundaria. Su espíritu rebelde se sentía, su frustración podía percibirse entre las glorias pasadas de sus recuerdos de niñez, entre el olor a pobreza y decadencia. Intentó estudiar una carrera en la UNAP, pero no pudo. La pena era intensa, como intenso el resentimiento.
Con los primeros acordes de 1997, su padre abandonó el nido. Iba a jugársela por la familia y estaba dispuesto a hacer lo que sea, incluyendo el nuevo oficio de carpintero que le estaba esperando en Santa Menéndez, California, Estados Unidos de Norteamérica. Su madre, al igual que su padre, partió en 1999, en plena batalla de la oposición contra la tiranía re-reelecionista del Ciudadano Japonés, mientras yo y cientos de estudiantes ingenuamente creíamos que nuestros gritos y canciones iban a poder más que los tanques y los espías de Montesinos. A la señora le tocaba dedicarse a limpiar casas en un town no muy lejano al de su esposo, y por lo menos en la casa donde iba a llegar tenía un espacio privado. Mami podía ver a papi los sábados en la tarde y, a veces, se reunían en un motel parejero de treinta dólares la noche y recordaban la descendencia que habían dejado en Perú, le conversaban por teléfono y lloraban en silencio recordándola luego de hacer el amor conyugal; el amor de inmigrantes ilegales en un país cada vez más intolerante con los latinos.
El año 2000, luego del fraude de las elecciones, del ascenso de Toledo, del día que Marciano Riva, en su calidad de Prefecto de la ciudad, se le ocurrió dirigir la represión contra los opositores a Fujimori desde un helicóptero castrense, abandonó la ciudad, en silencio, mirando con melancolía el infierno verde desde la ventanilla del avión que iba a depositar sus pisadas en una vieja casa de Chorrillos. Sintió frío, en el cuerpo y el alma, al lado de su abuela, pensando en las personas que tenían destinos opuestos al suyo, en las contradicciones de su propio ser. Se metió a estudiar inglés y computación en un instituto del centro de Lima. Se sentaba a leer las cartas de sus padres, mientras su abuela de vez en cuando iba al mercado y traía algunos plátanos y algo de manteca para hacer un tacachito bamba, pero comestible al fin y al cabo. Tenía pena y dolor por los que estaban fuera, por los que estaban dentro, por su propia existencia.
Pensó en un mundo diferente; en Miami, con sus calles grandes y sus edificios enormes que a uno lo mareaban y también con sus casas y sus hoteles lindos, con sus carros de último modelo que a su padre tanto le gustaban, con esas boutiques de ensueño que a su madre le alocaban antes, con Disney y Epcot, con Mickey Mouse, el concierto de Madonna en San Francisco, en Nueva York. Pensó en Los Angeles, la ciudad de los sueños. Su destino marcado era no estar en ninguna parte, no sentir nada en ninguna parte, no ser feliz en ninguna parte.
El perpetuo recorrer de caras anónimas y escenas ardientes en la memoria y el corazón cesó una mañana de junio del 2002, en pleno gobierno del Cholo. Sus padres se iban a mudar juntos y pronto querían llevárselo para allá. Imaginó evadir la realidad. Imaginó un nuevo escenario con él y su padres, hacinados en un dúplex de dos cuartos en el downtown de una ciudad cualquiera de Gringolandia, creciendo entre ghettos y fast food. Se sintió con el pecho oprimido, sintió un pavor intenso; sintió alivio. Sabía que quizás allá iba a sufrir mucho, iba a sentir paranoia, temor a la persecución, soledad. Pero al mismo tiempo iba a estar con sus padres y lo iban a pasar juntos. En cambio, en este país no tenía sentido mantener vivos ya sus sueños y pesadillas.
Conocí su largo cabello y sus grandes ojos negros cuatro días antes de su partida. Nunca los había visto antes en mi ciudad, a pesar de que vivíamos con tas pocas cuadras de distancia (Tan lejos y tan cerca, parafraseando a Win Wenders). Paseamos por el invierno miraflorino, expusimos nuestras respectivas heridas e intercambiamos algunos recuerdos de IQT y la tierra del Tío Sam. Ambos odiábamos a Bush y nos caía antipático Iván Vásquez. Pensamos que iba a empezar de cero y debía ir a visitar Hollywood y Manhattan. Yo le di un número al cual llamar en caso de emergencia y una cadena de cuerina negra. En retribución, recibí de su parte una chalina azul italiana que aún sigue siendo mi favorita en días gélidos. Noventa seis horas después, un vuelo de American Airlines partía, con destino final L.A, sus ilusiones en ristre, así como los ojos llenos de lágrimas de su abuela y mi sonrisa congelada como últimas estampas mentales de este desconcertante país del que huía, así como un interminable número de compatriotas lo habían hecho antes, lo hacían en ese momento y lo iban a hacer, seguramente, mucho después.
Dos años después, California aún aloja sus huesos con cálida indiferencia. Son las tres de la mañana en el Boulevard de IQT, y yo, en el discman de mi gran pataza Roberto escucho una canción de Matchbox Twenty, If you’ re gone. Miles de kilómetros de distancia, en la callada serenidad de su departamento obrero, quien se ha convertido en protagonista de esta historia piensa mucho, piensa en sus veinticinco años cumplidos desde el north side del corazón. Ha conseguido, luego de año y medio, una chambita como ayudante de enfermería de ancianas en un sanatorio mental y en noches, como ésta, el viento friolento le permite dormir un poco, mientras sueña, al lado de sus padres, en surgir de las penurias, conseguir platita, establecerse como legales, convertirse en algo más que uno de los innumerables ángeles que pueblan esa gran ciudad y, en un futuro no tan lejano cumplir su promesa, cerrar los ojos, ponerse el equipaje en la espalda y emprender el camino de regreso a éste, su verdadero hogar.
Antes de que se iniciaran todos los graves problemas económicos, su padre había sobrevivido a dos preinfartos. Vino de Lima inmediatamente, justo cuando Fujimori había decretado el “shock” que negó virulentamente durante la campaña electoral de 1990. Pronto se acabaron los paseos de sábados a las ocho de la noche, después de misa, por la Plaza de Armas caminando con un helado, las salidas con amigos del Fátima, del San Agustín o del Liceo. Se acabaron paulatinamente los domingos en deslizador por el río Nanay y los duchazos en la piscina semi olímpica del Club Tennis. Se fueron evaporando las cifras en azul de las tres empresas familiares. Su madre dejó de comprarse vestidos y ahora compraba sus perfumes franceses de contrabando.
Cuando empezaron los procesos de embargo de las propiedades, la familia entera visitaba casi a diario el Palacio de Justicia. Desde el último piso, a donde subía a veces en sus momentos de depresión adolescente, la avenida Grau se veía larga, llena de motocarros, motos, triciclos, vendedores, transeúntes, pirañitas, fumones, borrachos, piltrafas y putas y algunos niños bien peinados con uniformes de educación física que tenía un águila grabada en el centro sobre fondo blanco. Las bancas destartaladas de madera se encontraban repletas de jubilados, secretarias y empleados con camisitas de algodón y pantalones remendados, el ambiente se encontraba impregnado de un olor a maduro asado con helado de aguaje y salsita picante de cocona, las piletas de la Plaza 28 de Julio apenas sí mantenían empozamientos de orina fermentada. El país estaba en camino a la quiebra.
Pronto perdieron la primera empresa. Luego la segunda. Finalmente la más solvente. Luego perdieron la casa de Lima. Pronto el banco terminó ganándoles en primera instancia la casa familiar, sin embargo apelaron y pudieron hacer una argucia para mantenerla, obviamente a manos de interpósita persona. Creció y terminó la secundaria. Su espíritu rebelde se sentía, su frustración podía percibirse entre las glorias pasadas de sus recuerdos de niñez, entre el olor a pobreza y decadencia. Intentó estudiar una carrera en la UNAP, pero no pudo. La pena era intensa, como intenso el resentimiento.
Con los primeros acordes de 1997, su padre abandonó el nido. Iba a jugársela por la familia y estaba dispuesto a hacer lo que sea, incluyendo el nuevo oficio de carpintero que le estaba esperando en Santa Menéndez, California, Estados Unidos de Norteamérica. Su madre, al igual que su padre, partió en 1999, en plena batalla de la oposición contra la tiranía re-reelecionista del Ciudadano Japonés, mientras yo y cientos de estudiantes ingenuamente creíamos que nuestros gritos y canciones iban a poder más que los tanques y los espías de Montesinos. A la señora le tocaba dedicarse a limpiar casas en un town no muy lejano al de su esposo, y por lo menos en la casa donde iba a llegar tenía un espacio privado. Mami podía ver a papi los sábados en la tarde y, a veces, se reunían en un motel parejero de treinta dólares la noche y recordaban la descendencia que habían dejado en Perú, le conversaban por teléfono y lloraban en silencio recordándola luego de hacer el amor conyugal; el amor de inmigrantes ilegales en un país cada vez más intolerante con los latinos.
El año 2000, luego del fraude de las elecciones, del ascenso de Toledo, del día que Marciano Riva, en su calidad de Prefecto de la ciudad, se le ocurrió dirigir la represión contra los opositores a Fujimori desde un helicóptero castrense, abandonó la ciudad, en silencio, mirando con melancolía el infierno verde desde la ventanilla del avión que iba a depositar sus pisadas en una vieja casa de Chorrillos. Sintió frío, en el cuerpo y el alma, al lado de su abuela, pensando en las personas que tenían destinos opuestos al suyo, en las contradicciones de su propio ser. Se metió a estudiar inglés y computación en un instituto del centro de Lima. Se sentaba a leer las cartas de sus padres, mientras su abuela de vez en cuando iba al mercado y traía algunos plátanos y algo de manteca para hacer un tacachito bamba, pero comestible al fin y al cabo. Tenía pena y dolor por los que estaban fuera, por los que estaban dentro, por su propia existencia.
Pensó en un mundo diferente; en Miami, con sus calles grandes y sus edificios enormes que a uno lo mareaban y también con sus casas y sus hoteles lindos, con sus carros de último modelo que a su padre tanto le gustaban, con esas boutiques de ensueño que a su madre le alocaban antes, con Disney y Epcot, con Mickey Mouse, el concierto de Madonna en San Francisco, en Nueva York. Pensó en Los Angeles, la ciudad de los sueños. Su destino marcado era no estar en ninguna parte, no sentir nada en ninguna parte, no ser feliz en ninguna parte.
El perpetuo recorrer de caras anónimas y escenas ardientes en la memoria y el corazón cesó una mañana de junio del 2002, en pleno gobierno del Cholo. Sus padres se iban a mudar juntos y pronto querían llevárselo para allá. Imaginó evadir la realidad. Imaginó un nuevo escenario con él y su padres, hacinados en un dúplex de dos cuartos en el downtown de una ciudad cualquiera de Gringolandia, creciendo entre ghettos y fast food. Se sintió con el pecho oprimido, sintió un pavor intenso; sintió alivio. Sabía que quizás allá iba a sufrir mucho, iba a sentir paranoia, temor a la persecución, soledad. Pero al mismo tiempo iba a estar con sus padres y lo iban a pasar juntos. En cambio, en este país no tenía sentido mantener vivos ya sus sueños y pesadillas.
Conocí su largo cabello y sus grandes ojos negros cuatro días antes de su partida. Nunca los había visto antes en mi ciudad, a pesar de que vivíamos con tas pocas cuadras de distancia (Tan lejos y tan cerca, parafraseando a Win Wenders). Paseamos por el invierno miraflorino, expusimos nuestras respectivas heridas e intercambiamos algunos recuerdos de IQT y la tierra del Tío Sam. Ambos odiábamos a Bush y nos caía antipático Iván Vásquez. Pensamos que iba a empezar de cero y debía ir a visitar Hollywood y Manhattan. Yo le di un número al cual llamar en caso de emergencia y una cadena de cuerina negra. En retribución, recibí de su parte una chalina azul italiana que aún sigue siendo mi favorita en días gélidos. Noventa seis horas después, un vuelo de American Airlines partía, con destino final L.A, sus ilusiones en ristre, así como los ojos llenos de lágrimas de su abuela y mi sonrisa congelada como últimas estampas mentales de este desconcertante país del que huía, así como un interminable número de compatriotas lo habían hecho antes, lo hacían en ese momento y lo iban a hacer, seguramente, mucho después.
Dos años después, California aún aloja sus huesos con cálida indiferencia. Son las tres de la mañana en el Boulevard de IQT, y yo, en el discman de mi gran pataza Roberto escucho una canción de Matchbox Twenty, If you’ re gone. Miles de kilómetros de distancia, en la callada serenidad de su departamento obrero, quien se ha convertido en protagonista de esta historia piensa mucho, piensa en sus veinticinco años cumplidos desde el north side del corazón. Ha conseguido, luego de año y medio, una chambita como ayudante de enfermería de ancianas en un sanatorio mental y en noches, como ésta, el viento friolento le permite dormir un poco, mientras sueña, al lado de sus padres, en surgir de las penurias, conseguir platita, establecerse como legales, convertirse en algo más que uno de los innumerables ángeles que pueblan esa gran ciudad y, en un futuro no tan lejano cumplir su promesa, cerrar los ojos, ponerse el equipaje en la espalda y emprender el camino de regreso a éste, su verdadero hogar.
Iquitos, junio 2004.
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