06 mayo 2007

JUAN PABLO II ERA CHARAPA

5 de febrero de 1985. Aquel domingo, el clima amaneció cambiante. Las señales que asumían un día soleado y caluroso eran constantemente sacudidas por pequeños nubarrones rebeldes, corroboradas además por el irregular SENAMHI. Fechas anteriores, el trópico nos había destinado temporales abrumadores que a, muchos, incluyendo la Comisión organizadora de la visita del alto dignatario, no les producían mayores entusiasmos. Juan Pablo II debía llegar a Iquitos sin lluvias, era la consigna entre los miles de fieles que se aprestaban a dirigirse al aeropuerto internacional Francisco Secada Vignetta, especialmente acondicionado para la ocasión.

El sábado, la ciudad ya casi se había paralizado. Las múltiples delegaciones encargadas de tener a su cargo las actividades papales ultimaban detalles. Tanto el Alcalde Rony Valera Suárez, como el reverendo Padre Joaquín García, presidente del Comité Organizador de la Visita Papal, agotaban recursos a fin de que los más imperceptibles apéndices del programa fueran realizados. Decenas de otras autoridades, civiles, militares o eclesiásticas, aportaban en variada medida con este esfuerzo común. A las siete de la noche, la Iglesia Matriz, catedral de la ciudad, fue escenario de una inusual multitud que asistía a la misa de víspera. La gente, regular en tiempos normales, se convirtió en una muchedumbre. Aún estábamos en 1985.

El Comité de Coordinación de la Visita Papal era un esfuerzo común, que aglutinaba a 8 comisiones subordinadas y cuya cabeza visible era el Padre García. Desde el 25 de noviembre de 1984, en que se confirmó el viaje, el ritmo frenético de este grupo humano (que integraron, además, gentes como José María Arroyo, Enrique Bouroncle, Aurelio Tang, Carlos Loli, Carmen Noriega, James Beuzeville, Lucho Luna, Néstor Ruiz, Augusto Falconí, Igor Calvo, Ida Casanova, Máximo García, Jorge Arévalo, Bibiana Daigle, entre otros) fue creciendo hasta hacerse una causa local, que fue apoyada sin dudas ni contemplaciones.

Los voluntarios habían desbordado la capacidad organizativa. La curia era presa de una emoción sin límites, al igual que cada uno de los loretanos, en mayor o menor medida, la cual se había hecho patente cuando se colocó la ofrenda de Iquitos a Su Santidad: una enorme cruz de palisangre, tallada y barnizada en el Varillal, que se apostó al frente mismo del estrado papal, colocado en las afueras del aeropuerto y confeccionado en forma de un tambo, con techo de hojas y troncos de árboles, además cubiertas con tejidos y una suerte de llanchamas, bordadas y pintadas según los ritos tradicionales indígenas, donde predominaban el blanco y el amarillo, colores oficiales del Vaticano.

Aquella mañana, mi padre había salido muy temprano hacia los centros de salud apostados en las afueras del gran campo papal. Se esperaba una amplia cantidad de gente, muchas aglomeraciones y, por ende, un gran número de problemas cardiacos, descompresiones, sofocos y eventuales desmayos. Poco a poco, el rugiente y hierático león que daba la bienvenida - o despedida - de esta ciudad (homenaje del Rotary Club) fue mudo testigo de la gente llegando en carros, motos, micros, en taxis, en los flamantes motocarros que se habían puesto de moda no hacía mucho tiempo atrás, o simplemente a pie. Un buen grupo de ancianos, lisiados, tullidos, discapacitados se aglomeraban en busca de un lugar más adecuado para ver, sentir o simplemente escuchar al “hombre más santo de la Tierra”. Al mediodía, los cálculos eran simplemente atronadores: más de 200 mil almas, apiñadas unas a otras, entonando cánticos, dando alabanzas, coreando lemas alusivos, a pesar de los goterones que empezaban a caer desde el cielo. El pedido era unánime en el sentido que Diosito no hiciera que le pasara nada al avión del Papa.

Allí estaban todos. Pobladores que representaban a las más de 72 familias lingüísticas, de todos los rincones de la Selva, algunos que habían tenido que hacer travesías de una semana, de diez días para estar cerca del Pontífice. Habían aguarunas, secoyas, kichwas, cocamas-cocamillas, campesinos llegados de Ucayali. Hombres, mujeres, niños, ancianos. Estaban todos los sacerdotes importantes de la ciudad, así como los 16 hermanos, las 182 religiosas y 46 laicos misioneros que desplegaban su actividad en estas tierras amazónicas. Estaba el padre Joaquín, obviamente, al pie del cañón, estaban también Silvino Treceño, Luis Rodríguez de Lucas, Paco García, Luis Silvano. Maurilio Bernardo Paniagua tenía la misión de entregarle a Juan Pablo II una estola confeccionada por nativos aguarunas, la cual iba a ser usada durante toda la ceremonia eucarística. Estaban todos, a la espera del enorme avión de la Fuerza Aérea del Perú cedido por el gobierno de Fernando Belaúnde para el transporte de Juan Pablo II.

Pasado el mediodía, los primeros extractos de la nave se divisaron, plateados e imponentes, en el aeropuerto internacional. La multitud empezó a gritar emocionada, a entonar canciones, a dar vivas al Salvador. Los coros de música siguieron perfectamente los acordes del “Bienvenidos, señores, a Iquitos”. La expectativa era grande. Rony Valera, en impecable guayabera de tonos claros, junto a su cuerpo de regidores, se dispuso a dar la bienvenida al visitante. La puerta del avión que ya había aterrizado se abrió y desde ahí Juan Pablo, sonriente, dando la espalda al Cardenal Juan Landázuri Ricketts y, más atrás, al obispo Gabino Peral de la Torre, levantó la mano en señal de saludo. Bajó lentamente la escalerilla y besó el suelo iquiteño. Valera le entregó las llaves de la ciudad. La algarabía en los exteriores del aeropuerto era impresionante.

Y el Papa, rompiendo el protocolo, se dedicó a saludar a todos los que le estrechaban las manos y le brindaban sonrisas. La multitud coreaba “Hosanna es el que viene, en nombre del Señor”. Raudo, al lado de Monseñor Gabino Peral y Rony Valera, el Papa apareció en el estrado. El amor entre la multitud y Juan Pablo II fue instantáneo. "Haced discípulos a todas las gentes".

Durante todo el discurso, Juan Pablo II, habló de “esta inmensa y exuberante selva amazónica, surcada por los grandes ríos que se adentran en varios países”, esta pequeña ciudad que en ese entonces no pasaba de las trescientas mil personas. Habló del ejemplo de los niños, como Cristo nació en Belén, en un simbolismo evidente con el destino de la más importante barriada de Iquitos. Señaló los sufrimientos de este pueblo que, agradecido, le extendía su calor en las palabras de bienvenida del nativo Florentino Noteno. En un acto audaz y decisivo, el Papa pidió titulaciones nativas para las tierras en donde habitaban los indígenas, lo cual no dejó de admirar, porque lo dijo con tanta autoridad moral que nadie osó arquear siquiera las cejas. La multitud seguía cantando y pronunciado vítores y estribillos. El Papa les solicitó a ser discípulos de Cristo y llevar el Evangelio a los rincones más recónditos de esta Amazonía.

La fiesta era desbordante. La complicidad del Papa con el pueblo se tradujo en varios momentos que se salieron del discurso oficial, a fin de testimoniar aquella frase que pronunció antes del viaje, ante las dudas de Roma para que visitara Iquitos: “Sin Selva nada. Con Selva, todo”. Obviamente era el momento de la partida, así que se permitió citar un versículo de Mateo 28, 20: "Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Las doscientas mil almas no lo dejaron ir tan rápidamente.

Bendecía la cruz de palisangre, cuando la gente, al unísono, empezó a corear instantáneamente "¡que se quede!, ¡que se quede!, ¡que se quede!". Sería muy hermoso quedarme aquí, sería quizás demasiado bien, señaló Juan Pablo, obviamente emocionado. Me quedo sin quedarme. Se llevó a todo Iquitos a Roma “porque sois todos de la misma familia, de la misma Iglesia católica romana”. Entonces, como esos momentos que sólo suceden en el momento mágico de la improvisación, el Papa, escuchó una palabrita, pregunto por ella, sonrío animadamente al enterarse de su significado y la pronunció, límpida, clara, pertinentemente. Quiero deciros también que el Papa se siente charapa. La multitud se vino abajo ante tanta feliz conmoción.

- "¡Que viva el Papa que también es charapa!".

- Sí, muy bien, el Papa
se siente charapa; vosotros sentíos romanos, católicos, cristianos. Muy bien,
muy bien. Una propuesta muy, muy hermosa.

- “¡Quédate con nosotros,
quédate con nosotros, quédate con nosotros..."

- “¡Cómo son buenos!
¡...Llevad a todos, llevad mis deseos, mi bendición; como los peruanos son muy
deseosos de la bendición... entonces dejad, dejad todos esta bendición para
todos, todos para todos. Muchas gracias, muchas gracias. Cristo está presente
con todos vosotros. Esté presente siempre con todos vosotros. Muchas gracias por
esta acogida!.”


Brillante en un extremo inusual, el sol se hizo presente, dando su homenaje final al Santo Padre. La multitud entonaba “Pescador de hombres”. Lentamente, Juan Pablo II fue acercándose a la puerta, al cual trasponiéndola, esperaba el avión, el último avión de su primera gira pastoral por el Perú. Sonriente, humilde, emocionado, coronado y repleto de regalos y muestras de estima y gratitud, aún podía escuchar los acordes de la multitud...”Señor, me has mirado a los ojos, sonriente has dicho mi nombre, en la arena he dejado mi barca, junto a ti, buscaré otro mar”. El alcalde, el Cardenal Landázuri, el Primer Ministro de Belaúnde lo despidieron en la escalinata. Su Santidad volteó, miró por última vez el Aeropuerto emocionado, sonriente, lagrimeando de emoción, y supo que ésta vez había sido una buena visita, una gran visita. La portezuela del avión se cerró, se inició el ascenso y pronto, cono destino a Trinidad Tobago, fue subiendo al aire, a los cielos; a las celestes e infinitas alturas del Reino.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El papa es charapa, lo máximo... Buena!