En abril de 1996, el mundo giraba en torno a un carné universitario que tenía mi nombre apellidos impresos, aspirante a abogado de universidad privada, rostro áspero, corazón inquieto, nunca en su sitio (damn it!!!). Tomaba la ruta 46 (couster blanca con rayas azul-pastel) que me conectaba, invariablemente, con los dos puntos tangentes Jesús María-Universidad Católica de lo que yo consideraba mi infinito personal. De vez en cuando iba al estadio a hacerle barra a Universitario de Deportes - que había caído en una depresión absoluta, producto de sus farras presupuestales – y de vez en cuando solía sacarle la vuelta a radio Doble Nueve, la más rock, para escuchar en radio América Ironic, la más pop song de Alanis Morissette. Aún no había dejado de lado mi complejo Jean-Paul-Sartre-el-chico-más-feo-pero-inteligente; estaba solito y sin compromiso (me habían shoteado, dos veces, lo admito) y había logrado publicar un puñado de artículos en algunos diarios y revistas. A los 18, el futuro parece eterno y cuesta arriba.
Eterno y cuesta arriba significaba darse un respiro de las eternas clases de biohuertos o la bica en matemáticas para leer, casi a escondidas y con placer culposo, a Thomas de Quincey, Henry Miller y Alberto Fuguet; a escuchar de cuando en vez, a escondidas y con las luces apagadas del velador de pensión universitaria, a R.E.M. y Morrissey; a ir al cine Arenales o al Alcázar o al Roma, para ver pelis que no querían ver mis amigos del billar o la sala de videojuegos (no eran comerciales, ¡pecado mortal!). Tu sueño “frustrado” de ser escritor tambaleaba; no te gustaba el espejo; odiabas los domingos y feriados porque no tenías plata y ganas para ser el buen pituco burgués que todos querían que fueses. Todo cuesta arriba. Todo eterno. Entonces, sin quererlo ni mucho menos desearlo, ella estaba aquí, lista para disparar desde las ondas sonoras, agazapada en busca de su oportunidad. 18, casi a punto de los 19 (como yo). Misteriosa, sensual, bonita. Con una voz capaz de derretir el hielo. De la estirpe de Alanis, pero más cursi, más tierna, más sencilla, más latina. De repente, todo sucedió: Si aún piensas algo en mí/ sabes que sigo esperándote…
¡Pum! La de los pies descalzos había tomado por asalto la ciudad, el país, mi mente.
Aceptar que la colombiana que empezaba a sonar en las radios y ya rompía todos los esquemas con su voz estentórea y aflautada y sus letras románticas, personales y denunciantes (mis amigos intelectuales de la Facultad de Letras - nunca faltan - la hicieron pedazos por “simplona”, “pretenciosa”, “redundante” y “mediocre”, pero de todos modos la escuchaban). Culposamente, todos la escuchaban. Culposamente, yo disfrutaba de ella y me preguntaba por qué ella, que no era Patti Smith, que no era la gorda Mercedes Sosa, que no era Edith Piaff, pudiera gustarme tanto. En realidad era por la conexión. Por el mensaje directo que iba dejando en todos aquellos que se entregaban sin muchas disquisiciones a su prédica. Estoy aquí era dueña absoluta del otoño de aquel año. Llegarían inmediatamente, Antología, Se quiere/se mata, ¿Dónde estás corazón? y Buscando un poco de amor (claramente un traspié en su carrera, sólo comparable con bodrios como Te aviso/te anuncio o Don’t bother). Su disco era todo un suceso en el mercado formal y en el de Polvos Azules. La pequeña ya pedía a gritos concierto masivo en las húmedas noches de la invernal Lima.
El regalo llegó con la en ese entonces importante e inevitable Feria del Hogar (un año antes de que todo se fuera a la cresta por la tragedia de algunas fans enamoradas de Servando y Florentino). Primeros días de agosto. Su Gran Estelar la iba a tener como estrella central. Allí estuve, junto a las primeras quince mil personas que la veían en vivo, quince soles la entrada, en un local demasiado pequeño para albergar a tanta gente. Casi a golpes, al lado de mi hermana y su entonces enamorado luchamos con la muchedumbre para poder tener las primeras sensaciones del vendaval de Barranquilla. No fue fácil, pero terminamos airosos. Cuenta la leyenda que al ver al público apiñado y cantando de memoria sus canciones, la impresión de Shakira fue tan grande que en el interior del camerino hubo de derramar algunas lágrimas de emoción por semejante convocatoria. Yo supe entonces que había nacido una emoción nueva en mi vida. Diez años atrás…
Desde aquél entonces, siempre he seguido la carrera musical de Shakira. Y siempre que ha estado en Lima, incluyendo el concierto del María Angola en octubre de 1996. Me encantó el Tour Anfibio de marzo del 2000, y el Tour de la Mangosta, de marzo del 2003, ambos en el Jockey Plaza, 15 y 20 dólares la entrada más barata, respectivamente. He disfrutado de cada una de sus canciones, en mayor o menor medida. Me he vuelto a enamorar con ¿Dónde están los ladrones? (que tiene las dos canciones que más me gustan de ella; Moscas en la casa y Que vuelvas) y creo sin lugar a dudas que su Unplugged para MTV es de los mejores que he visto. Nunca amé su conversión al inglés, aunque de vez en cuando me emocionan Underneath your clothes, The one y Ready for the good times.
Siempre la he defendido de los falsos profetas que la desprecian por pura pose, que la acusan de crímenes inimaginables. Shakira, sin duda, no es la más grande artista viva, pero es una que tiene una voz prodigiosa, un carisma excepcional y una capacidad para superarse a sí misma (incluso en el campo de la más sensual, la más desaforada, la más superlativa), tanto que ha llegado a ser una súper estrella internacional, con ventas nunca antes vistas en un artista latinoamericano (Sorry Ricky Martin, Marc Anthony y Los del Río), de la mano de La Tortura y el architocado Hips don’t lie (con apoyo de Wyclef Jean y tonadita que le robó a Jerry Rivera, la muy pendenciera) Si eso no tiene un mérito, entonces mejor nos convertimos en eunucos y sólo escuchamos a, digamos, mi fugaz compañero de bebidas espirituosas en el bar La Noche y genial cantautor, Joaquín Sabina. Felizmente, el mundo no es tan monotemático ni monocorde.
La última vez no pude estar a su lado, como los 24 mil que se encerraron otra vez en el eterno Jockey Plaza para encandilarme con su nuevo look y sus caderas, porque el chullachaqui me tenía secuestrado. Y aún a pesar de todo, a pesar de que, como toda relación a distancia, su estabilidad está condenada al fracaso, pero nunca el sentimiento que la anidó y expandió, del mismo modo Shakira es un sentimiento que se aviva de cuando en vez. Y claro, culposamente, a pesar de mis atorrantes amigos intelectuales, la amo. Muy a pesar de su manganzón novio Toñito de La Rúa (el bueno para nada que se sacó injustamente la lotería que todos los habitantes de este planeta deseamos con intensidad). Diez años después de la primera vez, la amo, claro que sí. El tiempo no miente, Shaki. Tampoco lo mucho que sobra dentro de este corazón.
Vea el ultimito video: Las de la intuición
Aqui un videito sexy de Shakira, Illegal
Eterno y cuesta arriba significaba darse un respiro de las eternas clases de biohuertos o la bica en matemáticas para leer, casi a escondidas y con placer culposo, a Thomas de Quincey, Henry Miller y Alberto Fuguet; a escuchar de cuando en vez, a escondidas y con las luces apagadas del velador de pensión universitaria, a R.E.M. y Morrissey; a ir al cine Arenales o al Alcázar o al Roma, para ver pelis que no querían ver mis amigos del billar o la sala de videojuegos (no eran comerciales, ¡pecado mortal!). Tu sueño “frustrado” de ser escritor tambaleaba; no te gustaba el espejo; odiabas los domingos y feriados porque no tenías plata y ganas para ser el buen pituco burgués que todos querían que fueses. Todo cuesta arriba. Todo eterno. Entonces, sin quererlo ni mucho menos desearlo, ella estaba aquí, lista para disparar desde las ondas sonoras, agazapada en busca de su oportunidad. 18, casi a punto de los 19 (como yo). Misteriosa, sensual, bonita. Con una voz capaz de derretir el hielo. De la estirpe de Alanis, pero más cursi, más tierna, más sencilla, más latina. De repente, todo sucedió: Si aún piensas algo en mí/ sabes que sigo esperándote…
¡Pum! La de los pies descalzos había tomado por asalto la ciudad, el país, mi mente.
Aceptar que la colombiana que empezaba a sonar en las radios y ya rompía todos los esquemas con su voz estentórea y aflautada y sus letras románticas, personales y denunciantes (mis amigos intelectuales de la Facultad de Letras - nunca faltan - la hicieron pedazos por “simplona”, “pretenciosa”, “redundante” y “mediocre”, pero de todos modos la escuchaban). Culposamente, todos la escuchaban. Culposamente, yo disfrutaba de ella y me preguntaba por qué ella, que no era Patti Smith, que no era la gorda Mercedes Sosa, que no era Edith Piaff, pudiera gustarme tanto. En realidad era por la conexión. Por el mensaje directo que iba dejando en todos aquellos que se entregaban sin muchas disquisiciones a su prédica. Estoy aquí era dueña absoluta del otoño de aquel año. Llegarían inmediatamente, Antología, Se quiere/se mata, ¿Dónde estás corazón? y Buscando un poco de amor (claramente un traspié en su carrera, sólo comparable con bodrios como Te aviso/te anuncio o Don’t bother). Su disco era todo un suceso en el mercado formal y en el de Polvos Azules. La pequeña ya pedía a gritos concierto masivo en las húmedas noches de la invernal Lima.
El regalo llegó con la en ese entonces importante e inevitable Feria del Hogar (un año antes de que todo se fuera a la cresta por la tragedia de algunas fans enamoradas de Servando y Florentino). Primeros días de agosto. Su Gran Estelar la iba a tener como estrella central. Allí estuve, junto a las primeras quince mil personas que la veían en vivo, quince soles la entrada, en un local demasiado pequeño para albergar a tanta gente. Casi a golpes, al lado de mi hermana y su entonces enamorado luchamos con la muchedumbre para poder tener las primeras sensaciones del vendaval de Barranquilla. No fue fácil, pero terminamos airosos. Cuenta la leyenda que al ver al público apiñado y cantando de memoria sus canciones, la impresión de Shakira fue tan grande que en el interior del camerino hubo de derramar algunas lágrimas de emoción por semejante convocatoria. Yo supe entonces que había nacido una emoción nueva en mi vida. Diez años atrás…
Desde aquél entonces, siempre he seguido la carrera musical de Shakira. Y siempre que ha estado en Lima, incluyendo el concierto del María Angola en octubre de 1996. Me encantó el Tour Anfibio de marzo del 2000, y el Tour de la Mangosta, de marzo del 2003, ambos en el Jockey Plaza, 15 y 20 dólares la entrada más barata, respectivamente. He disfrutado de cada una de sus canciones, en mayor o menor medida. Me he vuelto a enamorar con ¿Dónde están los ladrones? (que tiene las dos canciones que más me gustan de ella; Moscas en la casa y Que vuelvas) y creo sin lugar a dudas que su Unplugged para MTV es de los mejores que he visto. Nunca amé su conversión al inglés, aunque de vez en cuando me emocionan Underneath your clothes, The one y Ready for the good times.
Siempre la he defendido de los falsos profetas que la desprecian por pura pose, que la acusan de crímenes inimaginables. Shakira, sin duda, no es la más grande artista viva, pero es una que tiene una voz prodigiosa, un carisma excepcional y una capacidad para superarse a sí misma (incluso en el campo de la más sensual, la más desaforada, la más superlativa), tanto que ha llegado a ser una súper estrella internacional, con ventas nunca antes vistas en un artista latinoamericano (Sorry Ricky Martin, Marc Anthony y Los del Río), de la mano de La Tortura y el architocado Hips don’t lie (con apoyo de Wyclef Jean y tonadita que le robó a Jerry Rivera, la muy pendenciera) Si eso no tiene un mérito, entonces mejor nos convertimos en eunucos y sólo escuchamos a, digamos, mi fugaz compañero de bebidas espirituosas en el bar La Noche y genial cantautor, Joaquín Sabina. Felizmente, el mundo no es tan monotemático ni monocorde.
La última vez no pude estar a su lado, como los 24 mil que se encerraron otra vez en el eterno Jockey Plaza para encandilarme con su nuevo look y sus caderas, porque el chullachaqui me tenía secuestrado. Y aún a pesar de todo, a pesar de que, como toda relación a distancia, su estabilidad está condenada al fracaso, pero nunca el sentimiento que la anidó y expandió, del mismo modo Shakira es un sentimiento que se aviva de cuando en vez. Y claro, culposamente, a pesar de mis atorrantes amigos intelectuales, la amo. Muy a pesar de su manganzón novio Toñito de La Rúa (el bueno para nada que se sacó injustamente la lotería que todos los habitantes de este planeta deseamos con intensidad). Diez años después de la primera vez, la amo, claro que sí. El tiempo no miente, Shaki. Tampoco lo mucho que sobra dentro de este corazón.
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