En Iquitos, en el incesante tráfico de todos los días, en esa vorágine por las calles atestadas, aparecen unas mujeres andariegas, unas damas caminantes, que vienen de otro tiempo y de otro ámbito. Del pasado más remoto. De las entrañas de la floresta.
Suelen vestir ropas peculiares, ropas coloridas que nada tienen que ver con las prendas convencionales que usamos los otros. Ello los distingue rápidamente de los demás, los particulariza ante los ojos de cualquiera. En esas blusas y faldas peculiares están los diseños heredados que son una explicación del mundo y del devenir. Esos mismos diseños, líneas geométricas impecablemente trazadas, figuran en las cerámicas que ofrecen a los eventuales clientes. Escribimos sobre las artesanas shipiba, mujeres oriundas que desde hace mucho están en nuestra ciudad.
Están de paso, como viajeras que arriban un momento para cumplir con una jornada que nada tiene que ver con el turismo o con la simple visita. El lugar donde se hospedan es la Casa Campesina. Desde allí, todos los días salen generalmente en grupos a trabajar. El arte de vender para ellas no es una agresión malcriada al comprador, tampoco un acoso innecesario para lograr unos soles. Con sabia paciencia, con perfecta delicadeza, suelen ofrecer las obras de sus manos. Porque todo lo que venden es fruto de una industria casera, de un esfuerzo individual y colectivo que abre y cierra un circuito autónomo. Dependen de ellas mismas para ganar el dinero.
En sus andanzas diarias, en sus incesantes trajines, no parecen tener ninguna prisa ni se extravían en los espejismos de la urbe. Conservan su distancia, sin grandes esfuerzos o sacrificios. Parecen vivir en su propio tiempo, en el tiempo del comienzo, en el tiempo arquetípico. Es como si estuvieran, en cuerpo y alma, en el lugar donde nacieron, en la aldea que heredaron. La ciudad, con sus traumas y sus lacras, no les hiere. Están de paso como en cualquier otro lugar que no les pertenece desde antiguo. Esas mujeres, esas artesanas, han vivido así desde hace tiempo. Poco a poco se ha impuesto con sus primores que tienen ahora su prestigio y su público.
En la historia de la nación shipiba, hay un instante en que a la mujer alcanza la responsabilidad de dirigir el linaje. Eran entonces tiempos arduos, instantes en que peligraba la misma existencia. Esa medida fue una maniobra política que permitió que la mujer dejara el lugar secundario habitual y que tomara al destino en las propias manos. El desafío fue superado con creces y hoy por hoy esa mujer es una evidencia de autonomía, de trabajo y de creatividad, porque los diseños son enriquecidos con nuevas líneas y figuras.
Esas artesanas no sólo están en Iquitos. Están en varias partes. Siempre de paso, siempre esperando el momento de volver a la aldea natal, al lugar de la heredad. Han copado las principales ciudades amazónicas, visitan la costa y la sierra. Salen al extranjero. De paso. ¿Qué nos dicen desde su trajinar diario, desde su silencio sin testigos? Que es posible ser uno mismo siempre, no renunciar al ser propio bajo ninguna circunstancia.
Tomado de Revista Cultural Katenere, de Editorial Tierra Nueva
Suelen vestir ropas peculiares, ropas coloridas que nada tienen que ver con las prendas convencionales que usamos los otros. Ello los distingue rápidamente de los demás, los particulariza ante los ojos de cualquiera. En esas blusas y faldas peculiares están los diseños heredados que son una explicación del mundo y del devenir. Esos mismos diseños, líneas geométricas impecablemente trazadas, figuran en las cerámicas que ofrecen a los eventuales clientes. Escribimos sobre las artesanas shipiba, mujeres oriundas que desde hace mucho están en nuestra ciudad.
Están de paso, como viajeras que arriban un momento para cumplir con una jornada que nada tiene que ver con el turismo o con la simple visita. El lugar donde se hospedan es la Casa Campesina. Desde allí, todos los días salen generalmente en grupos a trabajar. El arte de vender para ellas no es una agresión malcriada al comprador, tampoco un acoso innecesario para lograr unos soles. Con sabia paciencia, con perfecta delicadeza, suelen ofrecer las obras de sus manos. Porque todo lo que venden es fruto de una industria casera, de un esfuerzo individual y colectivo que abre y cierra un circuito autónomo. Dependen de ellas mismas para ganar el dinero.
En sus andanzas diarias, en sus incesantes trajines, no parecen tener ninguna prisa ni se extravían en los espejismos de la urbe. Conservan su distancia, sin grandes esfuerzos o sacrificios. Parecen vivir en su propio tiempo, en el tiempo del comienzo, en el tiempo arquetípico. Es como si estuvieran, en cuerpo y alma, en el lugar donde nacieron, en la aldea que heredaron. La ciudad, con sus traumas y sus lacras, no les hiere. Están de paso como en cualquier otro lugar que no les pertenece desde antiguo. Esas mujeres, esas artesanas, han vivido así desde hace tiempo. Poco a poco se ha impuesto con sus primores que tienen ahora su prestigio y su público.
En la historia de la nación shipiba, hay un instante en que a la mujer alcanza la responsabilidad de dirigir el linaje. Eran entonces tiempos arduos, instantes en que peligraba la misma existencia. Esa medida fue una maniobra política que permitió que la mujer dejara el lugar secundario habitual y que tomara al destino en las propias manos. El desafío fue superado con creces y hoy por hoy esa mujer es una evidencia de autonomía, de trabajo y de creatividad, porque los diseños son enriquecidos con nuevas líneas y figuras.
Esas artesanas no sólo están en Iquitos. Están en varias partes. Siempre de paso, siempre esperando el momento de volver a la aldea natal, al lugar de la heredad. Han copado las principales ciudades amazónicas, visitan la costa y la sierra. Salen al extranjero. De paso. ¿Qué nos dicen desde su trajinar diario, desde su silencio sin testigos? Que es posible ser uno mismo siempre, no renunciar al ser propio bajo ninguna circunstancia.
Tomado de Revista Cultural Katenere, de Editorial Tierra Nueva
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