Debemos darle un premio gordo a los distribuidores de cerveza en esta ciudad. Gracias a ellos, somos lo que la estadística vomita en las páginas oficiales y calificamos dentro del cuadro que corroboran las cifras en rojo. Estos días de San Juan han demostrado que somos los campeones mundiales (y no precisamente de la Copa de Fútbol Alemania 2006).
Franco, franco, deberíamos hacerle un monumento en plena Plaza de Armas a gente como “Patita”, el chochera, bróder, causa, cumpa que nos pone en fa’, el que nos agencia del líquido elemento sin el cual no podríamos sino extinguirnos en medio de la más horripilante sed. Hay que darle las llaves de la ciudad y lanzarlo como candidato a la alcaldía o, mejor, al gobierno regional. Que se vayan a sus respectivas casitas Juan Carlos y Robin, si así fuera el caso, o que no postulen ni Iván ni Shaluco. Carlos Chávez Salas es el hombre.
Para lograr lo que logra la mayor importadora de cerveza en la ciudad consigue diariamente es un trabajo fenomenal, aunque no se necesita ser un verdadero genio. Porque al fin y al cabo nadie es culpable ni inocente de la distribución, la concesión, el menudeo. Además de tener bien claras las reglas básicas de todo gran mercantilista: hay que ganar mucho, gastando muy poco. Ah, y claro está, hay que darle a la gente lo que le gusta. Ley de la oferta y la demanda, pues.
Y, pues, a la gente le gusta la chela. Harto.
Estamos en el dominio imperial de la juerga y, señores y señoras, con sus respectivas señoritas y señoritas, niñas y niños y viejitos demás: la juerga, con cebada, lúpulo y levadura entra. Ah, y con harto alcohol y urinarios informales e improvisados por doquier. Y entre nuestra juaneada y nuestra comidita regional, siempre su chela. Y entre un momentito de pausa, su chela. Y antes o después del funeral, del bautizo, del cumpleaños, su generosa espumante. Somos una ciudad de cerveza, tropicalísima. Hasta hemos creado nuestra propia marca – la famosa Iquiteña –, orgullo regional, que en verdad, verdad, como producto es un monumento a la ineptitud de los sabores. No había probado en mucho tiempo tan mala cerveza.
Hace un par de años, el semanario Kanatari, mayormente abstemio (aunque varios de sus redactores – entre los cuales me incluyo – no lo hayan sido constantemente) puso la nota discordante en medio de nuestro paraíso espumoso y nos ha lanzado un bombazo. Casi cien mil cajas de chela por año. Más de cuarenta y siete millones gastados en el delicioso vicio de empinar el codo por la rubia. 600 cajas vendidas en una buena noche sólo en el Agricobank (¿Cuánto venderán en el Complejo? ¿Cuánto en el campo artesanal del distrito de San Juan Bautista?). ¡ Qué bárbaro! Digamos que la fiesta debe llegar al paroxismo con tan generosa provisión. Los resultados hablan por sí mismos. Y el espectáculo deplorable de algunos malos borrachos también. Conclusión: nadamos en un río de cerveza.
No hace mucho también una estadística muy preocupante apareció. Y era que Loreto estaba considera como la segunda región con mayores índices de alcoholismo del país. No podemos señalar que éste es un nuevo problema que nos ha crecido en medio de la nada, cual mala hierba. En realidad, nuestra idiosincrasia y nuestros ardores siempre han sido motivos suficientes como para que la historia nos decrete campeones de la empinada de codo. De nada sirven las invocaciones a las buenas maneras y las buenas costumbres, los alcoholímetros, las sanciones, los cierres de locales, las campañas de prevención. No seamos ingenuos: los cheleros decretan las leyes, transitan las calles, patrullan el ornato, aplican la cuantía de los castigos, transmiten las noticias referidas al tema. La chela reina. Lo demás, son palabras huecas que se las lleva el viento, accidentes, caos, bulla, inmundicia y una ciudad adormecida por los acordes del embrutecimiento.
En este mundo no ha sitio para los inocentes, señalaba el demencial Patrick Bateman, antihéroe de la demencial American Psycho, escrita por el cada vez más demencial Bret Easton Ellis. Nadie es inocente en este problema; incluso los que, como yo, preferimos el vino (precisamente porque nos hemos llegado a asquear de la Cristal o la Pilsen y tomamos apenas Cusqueña en recontra mínimas dosis por un estúpido sentido de identificación con el equipo de fútbol predilecto), incluso los que odian el alcohol. Buscamos tantas excusas para chupar. La nueva es que debemos contribuir con nuestro dinero a que nuestro país vuelva a ir a un mundial pelotero. Algunos varios de mis amigos ya han llenado sus brazos y piernas con las dichosas pulseritas del Fondo Perú-Cristal. Todos somos culpables. No nos hagamos los locos después cuando escondemos la resaca y nuestras responsabilidades.
Durante mi ya no tan corta –pero no demasiado larga – vida he tomado demasiada cerveza, y desde los catorce años, ha sido muy fácil beberla en Iquitos (a diferencia de muchos sitios alrededor del mundo, donde es menester portar licencia de mayoría de edad). En cantidades industriales (y he podido sobrevivir en el intento, pues la Providencia me ha bendecido con una generosa resistencia de largo alcance). No es algo de lo que me sienta en absoluto orgulloso. Pero, al fin y al cabo, creo que es parte de la educación sentimental de cada muchacho iquiteño. No nos enseñaron mucho sobre aritmética o física, pero sí, demasiado sobre este generoso oficio espumante y diurético.
¡Iquitos/chela: un solo corazón! (y un solo, amplio, futuro, esplendoroso hígado cirrótico)
Franco, franco, deberíamos hacerle un monumento en plena Plaza de Armas a gente como “Patita”, el chochera, bróder, causa, cumpa que nos pone en fa’, el que nos agencia del líquido elemento sin el cual no podríamos sino extinguirnos en medio de la más horripilante sed. Hay que darle las llaves de la ciudad y lanzarlo como candidato a la alcaldía o, mejor, al gobierno regional. Que se vayan a sus respectivas casitas Juan Carlos y Robin, si así fuera el caso, o que no postulen ni Iván ni Shaluco. Carlos Chávez Salas es el hombre.
Para lograr lo que logra la mayor importadora de cerveza en la ciudad consigue diariamente es un trabajo fenomenal, aunque no se necesita ser un verdadero genio. Porque al fin y al cabo nadie es culpable ni inocente de la distribución, la concesión, el menudeo. Además de tener bien claras las reglas básicas de todo gran mercantilista: hay que ganar mucho, gastando muy poco. Ah, y claro está, hay que darle a la gente lo que le gusta. Ley de la oferta y la demanda, pues.
Y, pues, a la gente le gusta la chela. Harto.
Estamos en el dominio imperial de la juerga y, señores y señoras, con sus respectivas señoritas y señoritas, niñas y niños y viejitos demás: la juerga, con cebada, lúpulo y levadura entra. Ah, y con harto alcohol y urinarios informales e improvisados por doquier. Y entre nuestra juaneada y nuestra comidita regional, siempre su chela. Y entre un momentito de pausa, su chela. Y antes o después del funeral, del bautizo, del cumpleaños, su generosa espumante. Somos una ciudad de cerveza, tropicalísima. Hasta hemos creado nuestra propia marca – la famosa Iquiteña –, orgullo regional, que en verdad, verdad, como producto es un monumento a la ineptitud de los sabores. No había probado en mucho tiempo tan mala cerveza.
Hace un par de años, el semanario Kanatari, mayormente abstemio (aunque varios de sus redactores – entre los cuales me incluyo – no lo hayan sido constantemente) puso la nota discordante en medio de nuestro paraíso espumoso y nos ha lanzado un bombazo. Casi cien mil cajas de chela por año. Más de cuarenta y siete millones gastados en el delicioso vicio de empinar el codo por la rubia. 600 cajas vendidas en una buena noche sólo en el Agricobank (¿Cuánto venderán en el Complejo? ¿Cuánto en el campo artesanal del distrito de San Juan Bautista?). ¡ Qué bárbaro! Digamos que la fiesta debe llegar al paroxismo con tan generosa provisión. Los resultados hablan por sí mismos. Y el espectáculo deplorable de algunos malos borrachos también. Conclusión: nadamos en un río de cerveza.
No hace mucho también una estadística muy preocupante apareció. Y era que Loreto estaba considera como la segunda región con mayores índices de alcoholismo del país. No podemos señalar que éste es un nuevo problema que nos ha crecido en medio de la nada, cual mala hierba. En realidad, nuestra idiosincrasia y nuestros ardores siempre han sido motivos suficientes como para que la historia nos decrete campeones de la empinada de codo. De nada sirven las invocaciones a las buenas maneras y las buenas costumbres, los alcoholímetros, las sanciones, los cierres de locales, las campañas de prevención. No seamos ingenuos: los cheleros decretan las leyes, transitan las calles, patrullan el ornato, aplican la cuantía de los castigos, transmiten las noticias referidas al tema. La chela reina. Lo demás, son palabras huecas que se las lleva el viento, accidentes, caos, bulla, inmundicia y una ciudad adormecida por los acordes del embrutecimiento.
En este mundo no ha sitio para los inocentes, señalaba el demencial Patrick Bateman, antihéroe de la demencial American Psycho, escrita por el cada vez más demencial Bret Easton Ellis. Nadie es inocente en este problema; incluso los que, como yo, preferimos el vino (precisamente porque nos hemos llegado a asquear de la Cristal o la Pilsen y tomamos apenas Cusqueña en recontra mínimas dosis por un estúpido sentido de identificación con el equipo de fútbol predilecto), incluso los que odian el alcohol. Buscamos tantas excusas para chupar. La nueva es que debemos contribuir con nuestro dinero a que nuestro país vuelva a ir a un mundial pelotero. Algunos varios de mis amigos ya han llenado sus brazos y piernas con las dichosas pulseritas del Fondo Perú-Cristal. Todos somos culpables. No nos hagamos los locos después cuando escondemos la resaca y nuestras responsabilidades.
Durante mi ya no tan corta –pero no demasiado larga – vida he tomado demasiada cerveza, y desde los catorce años, ha sido muy fácil beberla en Iquitos (a diferencia de muchos sitios alrededor del mundo, donde es menester portar licencia de mayoría de edad). En cantidades industriales (y he podido sobrevivir en el intento, pues la Providencia me ha bendecido con una generosa resistencia de largo alcance). No es algo de lo que me sienta en absoluto orgulloso. Pero, al fin y al cabo, creo que es parte de la educación sentimental de cada muchacho iquiteño. No nos enseñaron mucho sobre aritmética o física, pero sí, demasiado sobre este generoso oficio espumante y diurético.
¡Iquitos/chela: un solo corazón! (y un solo, amplio, futuro, esplendoroso hígado cirrótico)
2 comentarios:
Pesimo articulo.......sin comentarios.
Siga nadando por su turbulenta vida, "muy acuosa" por cierto, pero un poquitin atrofiada por el escaso contenido de alcohol que Ud encuentra en cada "chela" (apenas 5%. Le sugiero acuda a sus recuerdo de niñez y haga remembranza de esos años que al parecer han sido mas fructíferos en su, ahora, desdichada existencia mi estimado discípulo de Gonzales Prada.
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