- Vas a estar muy bien. Saldrás pronto, con cuerpo nuevo. Te llevaremos a pasear por la carretera y nos iremos a comer un pescado asado.
- Me siento tan mal, como si no tuviera remedio.
- Nada; exageras, vas a ver cómo te pones linda otra vez…
Me he dado cuenta de que miento.
Camino por la vereda peatonal de uno de los cuatro hospitales que tiene la ciudad, pensando en lo que me trae de vuelta a él. El calor es agobiante, pero es el precio que debes asumir para visitar a alguien que ha tenido la desdicha de ser huésped momentáneo de una institución sanitaria. Acaban de dar las dos de la tarde y las medidas de seguridad se relajan por tres horas para recibir al graneado batallón de familiares, amigos, voluntarios, santeros y curiosos que visitan a los enfermos internados el día de hoy. La Avenida La Marina se ha contagiado por la modorra y el cansancio que genera el maldito astro rey.
Me siento nervioso. No soy muy afecto a recorrer este tipo de espacios, aunque siempre he sido muy cercano a ellos. Muchas de las señales que voy recorriendo con los ojos me transportan a etapas familiares bastante, digamos, familiares (valga la redundancia). Enfermeras ataviadas con sus respectivos uniformes de un solo color, consultorios con camillas, personas con los rostros descompuestos por las afecciones corporales, frascos de suero, balones de oxígeno, mascarillas, cuadros de alguna señora guapa que te mira directamente a los ojos, con uno de los dedos de la mano sobre sus labios, tratando de persuadirte de que guardes silencio. Entre el paisaje, como un símbolo innegable de su propia esencia, unos largos pasillos, apenas acompañados por algunas bancas, conectan las arterias de estos elefantes blancos, pasteles, presuntamente inmaculados.
Durante varios años, he recorrido hospitales, por cuenta propia, pero mayormente acompañando a mi padre, cuya profesión médica sirvió como una suerte de pase libre para hurgar, conocer, sentir, explorar los mil y un vericuetos de la condición humana. Y en todos esos momentos siempre he sentido una desconfianza especial. Un incómodo respeto. Una poco fiable reverencia. Todas las veces que debí recorrer en silencio el patio que me conectaba de consultorios internos a la morgue, por ejemplo, mientras alrededor se aspiraba el aroma especial que emanan (algo que yo podría describir como un profundo golpe de desinfectante, mezclado con secreciones y matizado con un sufrimiento incesante que la esterilización neutraliza en forma incompleta).
Un hospital, me fui convenciendo con el paso de los años, es más que un lugar donde los enfermos llegan, con la esperanza de ser curados de sus dolencias en el más breve plazo posible. Tiene mucho de comunidad cercada por el espíritu gregario, tiene mucho de ensayo en miniatura del Purgatorio prometido por los talibanes de la religión. Tiene mucho de santuario donde la gente reflexiona demasiado sobre su absoluta nimiedad frente al embate de la dolencia o la cercanía del fin. La gente le tiene miedo a la muerte y piensan – atinada o inútilmente – que aquí pueden desahogarlo y pueden aferrarse a un manto protector.
Yo no le temo a la muerte, pero siento que el dolor físico puede sumirme dentro de la más absoluta miseria. Como muchos, le tengo mucha resistencia a la sola idea de estar en un hospital, aunque fuera de paso. Porque no solo está la agresividad del mal, sino también las condiciones en las cuales te tratan. Lamentablemente, existen aún centros donde la atención es deficiente, donde los insumos son insuficientes y donde el personal no es lo suficientemente humano. Claro, nadie pretende que te toque un equipo técnico y tecnológico como el de la serie ER o una enfermera como las de Chicago Hope o que tengas la suerte casi milagrosa de que te diagnostique el mismísimo Doctor House (por hablar solo de algunos personajes y series televisivas famosas sobre el asunto. Pero gran parte de la crisis del sector Salud también tiene que ver, además de un asunto presupuestal, también de una conversa falta de actitud para la especialización, para el profesionalismo y para el establecimiento de reglas claras y concretas de jerarquía.
Entro a la sala de gastroenterología y la imagen que tengo es realmente dramática. El dolor propio me es insoportable. Pero el ajeno me es intolerable. Sobre todo cuando aquella gente gimiente o sufrida es tan cercana hacia ti. Ahí está frente a ti alguien importante, con tubos, sondas y respiración artificial. De repente, te acuerdas que por ese mismo trance has pasado más de una vez y por ese difícil trance has tenido que recoger los pasos de seres que importaban también mucho, y los has sacado con rumbo a tu casa, en olor de paz eterna, espanto callado, epílogo intenso.
Y aunque el diagnóstico indique que las cosas están muy, pero muy jodidas, y es mejor encomendarse a lo inasible, y aunque recuerdes, como pasó hace unos días, que uno de tus amigos, con quien jugabas fútbol esa misma noche en una canchita impensable, recibió una noticia sobre la salud de un familiar que le generó tensión, y sabiendo que la vida así como da, también quita, que más allá del dinero infinito que gasta, lo que se gasta dentro de ti es la paciencia, la esperanza, el temple, entonces entras a la salita y miras a quien hace unos días solo mirabas con otro semblante, otra actitud, en señal de dolor, de derrota, de inminente capitulación y solo puedes aguantar la ira, morderte el orgullo y lanzar cualquier palabra de aliento:
- Te ves demasiado bien como para ser verdad. Pronto saldrás y podremos ir a pasear por Bellavista.
La gente, mi gente alrededor, trata de sonreír y fingir seguridad. No todos pueden.
Me he dado cuenta de que miento. Que soy un absoluto mentiroso. Que siempre he mentido en ocasiones tan nefastas como las que a veces te suceden en los hospitales.
No saben cuán jodido es no poder tener razón en esa mentira.
- Me siento tan mal, como si no tuviera remedio.
- Nada; exageras, vas a ver cómo te pones linda otra vez…
Me he dado cuenta de que miento.
Camino por la vereda peatonal de uno de los cuatro hospitales que tiene la ciudad, pensando en lo que me trae de vuelta a él. El calor es agobiante, pero es el precio que debes asumir para visitar a alguien que ha tenido la desdicha de ser huésped momentáneo de una institución sanitaria. Acaban de dar las dos de la tarde y las medidas de seguridad se relajan por tres horas para recibir al graneado batallón de familiares, amigos, voluntarios, santeros y curiosos que visitan a los enfermos internados el día de hoy. La Avenida La Marina se ha contagiado por la modorra y el cansancio que genera el maldito astro rey.
Me siento nervioso. No soy muy afecto a recorrer este tipo de espacios, aunque siempre he sido muy cercano a ellos. Muchas de las señales que voy recorriendo con los ojos me transportan a etapas familiares bastante, digamos, familiares (valga la redundancia). Enfermeras ataviadas con sus respectivos uniformes de un solo color, consultorios con camillas, personas con los rostros descompuestos por las afecciones corporales, frascos de suero, balones de oxígeno, mascarillas, cuadros de alguna señora guapa que te mira directamente a los ojos, con uno de los dedos de la mano sobre sus labios, tratando de persuadirte de que guardes silencio. Entre el paisaje, como un símbolo innegable de su propia esencia, unos largos pasillos, apenas acompañados por algunas bancas, conectan las arterias de estos elefantes blancos, pasteles, presuntamente inmaculados.
Durante varios años, he recorrido hospitales, por cuenta propia, pero mayormente acompañando a mi padre, cuya profesión médica sirvió como una suerte de pase libre para hurgar, conocer, sentir, explorar los mil y un vericuetos de la condición humana. Y en todos esos momentos siempre he sentido una desconfianza especial. Un incómodo respeto. Una poco fiable reverencia. Todas las veces que debí recorrer en silencio el patio que me conectaba de consultorios internos a la morgue, por ejemplo, mientras alrededor se aspiraba el aroma especial que emanan (algo que yo podría describir como un profundo golpe de desinfectante, mezclado con secreciones y matizado con un sufrimiento incesante que la esterilización neutraliza en forma incompleta).
Un hospital, me fui convenciendo con el paso de los años, es más que un lugar donde los enfermos llegan, con la esperanza de ser curados de sus dolencias en el más breve plazo posible. Tiene mucho de comunidad cercada por el espíritu gregario, tiene mucho de ensayo en miniatura del Purgatorio prometido por los talibanes de la religión. Tiene mucho de santuario donde la gente reflexiona demasiado sobre su absoluta nimiedad frente al embate de la dolencia o la cercanía del fin. La gente le tiene miedo a la muerte y piensan – atinada o inútilmente – que aquí pueden desahogarlo y pueden aferrarse a un manto protector.
Yo no le temo a la muerte, pero siento que el dolor físico puede sumirme dentro de la más absoluta miseria. Como muchos, le tengo mucha resistencia a la sola idea de estar en un hospital, aunque fuera de paso. Porque no solo está la agresividad del mal, sino también las condiciones en las cuales te tratan. Lamentablemente, existen aún centros donde la atención es deficiente, donde los insumos son insuficientes y donde el personal no es lo suficientemente humano. Claro, nadie pretende que te toque un equipo técnico y tecnológico como el de la serie ER o una enfermera como las de Chicago Hope o que tengas la suerte casi milagrosa de que te diagnostique el mismísimo Doctor House (por hablar solo de algunos personajes y series televisivas famosas sobre el asunto. Pero gran parte de la crisis del sector Salud también tiene que ver, además de un asunto presupuestal, también de una conversa falta de actitud para la especialización, para el profesionalismo y para el establecimiento de reglas claras y concretas de jerarquía.
Entro a la sala de gastroenterología y la imagen que tengo es realmente dramática. El dolor propio me es insoportable. Pero el ajeno me es intolerable. Sobre todo cuando aquella gente gimiente o sufrida es tan cercana hacia ti. Ahí está frente a ti alguien importante, con tubos, sondas y respiración artificial. De repente, te acuerdas que por ese mismo trance has pasado más de una vez y por ese difícil trance has tenido que recoger los pasos de seres que importaban también mucho, y los has sacado con rumbo a tu casa, en olor de paz eterna, espanto callado, epílogo intenso.
Y aunque el diagnóstico indique que las cosas están muy, pero muy jodidas, y es mejor encomendarse a lo inasible, y aunque recuerdes, como pasó hace unos días, que uno de tus amigos, con quien jugabas fútbol esa misma noche en una canchita impensable, recibió una noticia sobre la salud de un familiar que le generó tensión, y sabiendo que la vida así como da, también quita, que más allá del dinero infinito que gasta, lo que se gasta dentro de ti es la paciencia, la esperanza, el temple, entonces entras a la salita y miras a quien hace unos días solo mirabas con otro semblante, otra actitud, en señal de dolor, de derrota, de inminente capitulación y solo puedes aguantar la ira, morderte el orgullo y lanzar cualquier palabra de aliento:
- Te ves demasiado bien como para ser verdad. Pronto saldrás y podremos ir a pasear por Bellavista.
La gente, mi gente alrededor, trata de sonreír y fingir seguridad. No todos pueden.
Me he dado cuenta de que miento. Que soy un absoluto mentiroso. Que siempre he mentido en ocasiones tan nefastas como las que a veces te suceden en los hospitales.
No saben cuán jodido es no poder tener razón en esa mentira.
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