Colegio Emilia Barcia Boniffatti. Muy aparte de ser local educativo, el Barcia Boniffatti ha adquirido por derecho propio la fama de siniestro. Aquella categoría no es atribuible, desde luego, al giro de su actividad, sino a la estructura arquitectónica. Una extensión de terreno enorme, con portón de fierro que cruje, casita en medio, juegos infantiles que se mueven solos. No estoy muy seguro, pero es posible que exista una fuerza desconocida, que flota en el aire, y que no me brinda buena espina. Esta reacción, acaso inconsciente, se debe a que asocio el espacio con algunos de los escenarios de Pesadilla en Elm Street, una de las películas de terror más poderosas de los ochenta. No es que sea supersticioso, pero cada noche que transito por sus veredas, cierro los ojos y me persigno por precaución. No vaya a ser que de entre las sombras del colegio aparezca Freddy Krueger. Nueve, diez, nunca dormirás…
Conafovicer (de noche). No, cuando dices la palabra de marras no te estás refiriendo a un local de diversiones inconfesables donde puedes bailar hasta el hartazgo, chupar chela botando al suelo la espuma del vaso o bañarte en su piscina olímpica de higiene más que dudosa. No necesariamente. Cuando llega la oscuridad y las puertas del Conafovicer se han cerrado al público, un nuevo mundo se abre para tu imaginación. Pletórico de claroscuros y una acústica seseante, los juegos mecánicos adoptan una apariencia de esculturas góticas. Una pequeña fuente de agua abandonada te da la pauta para crear un agujero en el tiempo. Las peceras se llenan de colores y los peces hablan. Sucede entonces, rápidamente, que estás dentro del escenario tropical anhelado por Edward Scissorhands (el joven manos de tijera) para vivir por siempre dentro de su propio mundo freak. Solo en las penumbras. Solo de noche.
Chato’s Burger. Una institución local no tiene por qué ser un aburrido conjunto arquitectónico. Puede ser un testimonio absoluto de superación. El Chato es un ejemplo. Para quienes tenemos un poquito de vida y un poquito de ojos dando vueltas alrededor, este local se ha transformado astronómicamente: una carretilla ha mutado en local propio lleno de diversidad, sabor y tertulia, en el que todos caen, sin excepción. Aunque sus hamburguesas ya no son las misma que antes (porque se han reducido considerablemente), no puedo negar las amanecidas en Iquitos no serían las mismas sin esta presencia de carnes y salsas al alcance de todos los insomnios.
Glorieta de la Plaza 28 de Julio. Tendríamos que hablar tanto sobre una de las últimas glorietas vivas de Iquitos (la otra, cerca de Belén, durante mucho tiempo fue morada de fumones y rateros). Pero existen días en que no necesitas tener tanto conocimiento y tanta elocuencia para poder disfrutar dentro de ella toda la magia que el paso del tiempo deja en la tradición. Porque ese pedazo de historia que mira arrogantemente a la iglesia del colegio San Agustín demuestra que las cosas pueden fácilmente integrar el ayer y el hoy sin tener que apelar a la chambonada, el mal gusto y la anti-estética que parece campear entre algunos constructores y proyectistas. Esa glorieta nos da duro, con palo y duro, en nuestro pasado, en nuestra estirpe, en nuestro sentido común.
Carretera hacia Nauta. Cuando tengan tiempo y un pequeño capital, les recomiendo lo simple: tomen un carro hacia Nauta. Dense un paseo por el puro gusto de ver la carretera, por deleitarse con el espectacular paisaje, por todos los microcosmos sociales, naturales, culturales. Un pequeño aire de ensueño y mirada, que tendrá su punto culminante en la histórica ciudad que fundó el cacique Pacaya. Y una vez que hayan llegado, tomen el viaje de retorno inmediatamente hacia Iquitos. Y cuando hayan regresado, vuelvan a hacer la misma operación. Sucesivamente, sin parar. Estoy seguro que en la exacta sintonía y con el acompañamiento (musical, literario, personal) adecuado, no querrán dejar de hacerlo.
Biblioteca Amazónica. Una auténtica capilla de sosiego, meditación y cultura. Más de una vez he acudido hacia su encuentro solo por el deseo de paz y calma. Uno encuentra libros, un espectacular mural de Maximino Cerezo y un deseo de soledad que ayuda a recargar energías. EN medio de todos, estampas del pasado, testimonios de un recuerdo que debería ser siempre removido. Mirada al Amazonas, evocación de Antonio Wong y un buen lugar para sentir que todavía existimos, que por esto vivimos realmente.
Pd: Lee la primera parte de Huecos aquí.
Conafovicer (de noche). No, cuando dices la palabra de marras no te estás refiriendo a un local de diversiones inconfesables donde puedes bailar hasta el hartazgo, chupar chela botando al suelo la espuma del vaso o bañarte en su piscina olímpica de higiene más que dudosa. No necesariamente. Cuando llega la oscuridad y las puertas del Conafovicer se han cerrado al público, un nuevo mundo se abre para tu imaginación. Pletórico de claroscuros y una acústica seseante, los juegos mecánicos adoptan una apariencia de esculturas góticas. Una pequeña fuente de agua abandonada te da la pauta para crear un agujero en el tiempo. Las peceras se llenan de colores y los peces hablan. Sucede entonces, rápidamente, que estás dentro del escenario tropical anhelado por Edward Scissorhands (el joven manos de tijera) para vivir por siempre dentro de su propio mundo freak. Solo en las penumbras. Solo de noche.
Chato’s Burger. Una institución local no tiene por qué ser un aburrido conjunto arquitectónico. Puede ser un testimonio absoluto de superación. El Chato es un ejemplo. Para quienes tenemos un poquito de vida y un poquito de ojos dando vueltas alrededor, este local se ha transformado astronómicamente: una carretilla ha mutado en local propio lleno de diversidad, sabor y tertulia, en el que todos caen, sin excepción. Aunque sus hamburguesas ya no son las misma que antes (porque se han reducido considerablemente), no puedo negar las amanecidas en Iquitos no serían las mismas sin esta presencia de carnes y salsas al alcance de todos los insomnios.
Glorieta de la Plaza 28 de Julio. Tendríamos que hablar tanto sobre una de las últimas glorietas vivas de Iquitos (la otra, cerca de Belén, durante mucho tiempo fue morada de fumones y rateros). Pero existen días en que no necesitas tener tanto conocimiento y tanta elocuencia para poder disfrutar dentro de ella toda la magia que el paso del tiempo deja en la tradición. Porque ese pedazo de historia que mira arrogantemente a la iglesia del colegio San Agustín demuestra que las cosas pueden fácilmente integrar el ayer y el hoy sin tener que apelar a la chambonada, el mal gusto y la anti-estética que parece campear entre algunos constructores y proyectistas. Esa glorieta nos da duro, con palo y duro, en nuestro pasado, en nuestra estirpe, en nuestro sentido común.
Carretera hacia Nauta. Cuando tengan tiempo y un pequeño capital, les recomiendo lo simple: tomen un carro hacia Nauta. Dense un paseo por el puro gusto de ver la carretera, por deleitarse con el espectacular paisaje, por todos los microcosmos sociales, naturales, culturales. Un pequeño aire de ensueño y mirada, que tendrá su punto culminante en la histórica ciudad que fundó el cacique Pacaya. Y una vez que hayan llegado, tomen el viaje de retorno inmediatamente hacia Iquitos. Y cuando hayan regresado, vuelvan a hacer la misma operación. Sucesivamente, sin parar. Estoy seguro que en la exacta sintonía y con el acompañamiento (musical, literario, personal) adecuado, no querrán dejar de hacerlo.
Biblioteca Amazónica. Una auténtica capilla de sosiego, meditación y cultura. Más de una vez he acudido hacia su encuentro solo por el deseo de paz y calma. Uno encuentra libros, un espectacular mural de Maximino Cerezo y un deseo de soledad que ayuda a recargar energías. EN medio de todos, estampas del pasado, testimonios de un recuerdo que debería ser siempre removido. Mirada al Amazonas, evocación de Antonio Wong y un buen lugar para sentir que todavía existimos, que por esto vivimos realmente.
Pd: Lee la primera parte de Huecos aquí.
1 comentario:
AGRADABLE TUS ESCRITOS SOBRE LOS HUECOS... DA NOSTALGIA.
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