Por: Gino Ceccarelli
(Imagen: Raquél Sarangello)He conocido mucha gente orgullosa y regionalista en mi vida, pero nunca conocí a alguien más orgulloso y pedante de haber nacido en Lima que Orlando Arbulú .
Decía ser de Barrios Altos; le gustaba la música criolla y el rock urbano, las mujeres, de preferencia limeñas, el ceviche, los anticuchos, era hincha acérrimo del Alianza Lima y todo lo que no fuera de la capital era para él, de segunda categoría. Ni siquiera se atrevía a probar una cerveza que no fuera Pilsen o Cristal.
Nos conocimos en una playa cuando descubrimos que cortejábamos a la misma chica. Se me acercó y me dijo al oído: “te apuesto cincuenta lucas que yo me la levanto primero”. Yo le constesté: “dame las cincuenta lucas y te dejo el camino libre”. Hicimos amistad. En esa época yo frecuentaba peñas criollas y era amigo de cantantes, músicos y criollazos de callejones.
Con Orlando hablábamos de canciones, autores, ritmos, influencias y de vez en cuando asistíamos a los Centros Culturales (asociaciones que eran peñas a puerta cerrada) en Surquillo, el Rimac y Breña, donde se escuchaba casi religiosamente a los “verdaderos” criollos de la música.
Un día le comenté que iba a viajar a Pucallpa. “Llévame” me dijo entusiasmado. Cuando nos encontramos en el paradero del ómnibus interprovincial que nos llevaría hasta Pucallpa fue todo un espectáculo. Se había disfrazado de explorador: camisa manga larga con cincuenta bolsillos, chaleco, botas gruesas, gafas de sol, cantimplora, cuchillo en el cinturón, mochila descomunal donde había toda una batería de remedios contra todo, linterna, saco de dormir, brújula y un pomo enorme de repelente contra los mosquitos.
-“¿Es la primera vez que viajas a la selva?”- le pregunté-
-“Es la primera vez que viajo a provincia”- me respondió.
Durante el trayecto le expliqué lo que era la selva y sus ciudades, que a donde íbamos era una ciudad grande y que no era necesario que se sienta Indiana Jones. Una vez que llegamos a la capital de Ucayali dejó de ser Orlando Arbulú, ya que cada vez que le presentaba a alguien, estiraba la mano y con mucho orgullo y un evidente aire de superioridad decía: “soy Orlando de Lima”. No quería que lo confundan con un provinciano.
Al tercer día, un amigo que era ingeniero agrónomo nos pidió que lo acompañáramos a visitar una comunidad alejada, donde él tenía que recoger unos informes de otros ingenieros que estaban por allá. Teníamos que ir hasta el kilómetro sesenta en auto y luego había que caminar durante seis horas por una trocha en la selva. Orlando se entusiasmó con la idea de penetrar en el bosque y volvió a disfrazarse de explorador.
Salimos de madrugada, a las nueve llegamos al punto de donde empezaríamos la caminata. A eso de las diez, Orlando ya sufría con el enorme peso que llevaba a cuestas. Los que alguna vez caminaron por el monte saben que hay que hacerlo con ritmo sostenido, además esa caminata no era un paseo, era con fines de trabajo. Orlando se retrasaba todo el tiempo debido al peso y al volumen de su mochila que se atajaba en ramas y hojas, a que tenía que ponerse repelente cada veinte minutos y porque sus botas le quemaban debido a sus medias de lana. Estaba empapado de sudor, le salían lágrimas de sus ojos pero no decía nada por orgullo, de ser limeño seguramente.
A eso de la una de la tarde me dijo jadeante que ya tenía mucha hambre y que le preocupaba donde y qué íbamos a comer. El ingeniero nos dijo que más allá había una familia de chacareros y que algo nos darían como almuerzo.
Efectivamente, llegamos al tambo de esa familia, les propusimos comprarle una gallina y que la señora nos prepare algo. Descansamos y esperamos el alimento. Al cabo de una hora, los hijos de la señora nos alcanzaron sendos platos con caldo de gallina. Tomamos con prisa y repetimos todas las veces que nos ofrecían. Orlando no repitió, cada vez que le ofrecían decía que no. Nosotros supusimos que no le había gustado. Cuando nos acabamos la olla, el ingeniero y yo nos levantamos diciendo: “vamos, es hora de seguir”. Orlando extrañado nos miró y dijo: “¿Y el segundo?, ¿no hay segundo?”. Esa noche en la comunidad nuestro amigo arrasó con todo lo que había para comer.
Al día siguiente empezó el regreso y el martirio de Orlando por tener que cargar cosas inútiles continuó y se prometió nunca más pasear por la selva.
Nos quedamos como una semana en Pucallpa y él continuaba con ese afán de presentarse como “Orlando de Lima”, hasta que un amigo le dijo:
-“Yo soy Pedro de Contamana y si sigues con tus huevadas voy a ser Pedro el que te sacó la mierda”.
La víspera de nuestro regreso, los amigos me hicieron una fiesta de despedida al estilo amazónico, es decir, ritmos tropicales y bastante cerveza. Orlando al enterarse sonrió socarronamente:
-“Qué bacán compare, ésta noche me levanto a la mejor hembrita del tono”.
Efectivamente, esa noche llegaron muchos amigos y amigas. Empezó la fiesta y los tragos circulaban a la velocidad de la luz. Orlando, desde un rincón se dedicó por unos minutos a escoger a la que sería su víctima esa noche. Decía que no podía irse de Pucallpa sin probar una “costilla”. Escogió a una muchacha de escote despampanante que vivía en la esquina y trabajaba en un bar a pocos metros.
-“Hola, soy Orlando de Lima”
-“Hola, soy Juana y vivo en la esquina”
-“Quieres bailar”
-“Bueno pués”
Como es natural, nuestro héroe limeño puso en práctica todos su recursos para conquistar a la Juana. Bailaron una música, bailaron otra y a cada pieza se iba pegando a la Juana, tanto así que en la quinta canción Orlando estaba literalmente enroscado. Al terminar la cumbia, justo en esos segundos de silencio que existe entre el término de una música y que la gente comience a conversar, la Juana levantó la cabeza y mirándome gritó:
-“¡Oy Gino, tu amigo está arrecho!”
Toda la fiesta volteó la mirada para saber quien era el excitado, ante la desesperación y la vergüenza de Orlando que, agachándose, casi en cuatro patas y ante la risotada general, se metió en uno de los cuartos y no salió hasta el día siguiente para ir al paradero de ómnibus que nos llevaría de regreso a Lima.
Han pasado casi veinte años, hace unos meses lo encontré por una calle de Lima, nos abrazamos y me dijo:
-“Estoy de paso por acá, hace doce años que vivo en Celendín, me casé allá, tengo cuatro hijos y soy feliz en ese pueblo. Odio Lima, es una ciudad insoportable”.
5 comentarios:
Que chiste con la historia, pero suele existir gente así, ni modo.
Gino que bueno esta el relato. Es clásico en todo acomplejado que nace en Lima. Me choco aveces con este tipo de gente que dice que hasta se tiro a la azafata del avión. jajajaja...
jajajaja el pobre limeño no se imaginó lo francotas que suelen ser nuestras paisanas.
Gracias, Gino. Sigue compartiendo tus historias cada vez que puedas, nos haces reir mucho con ellas.
Bueno bueno mis pinturas han llegado hasta alli tambien? van de Argentina a Rusia y de Rusia a España,y de alli a Italia..pero siempre en europa me alegro que además estén en tu hermoso país
Raquel la pintora
http://www.sarangello.com.ar
GRACIAS AMIGO
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