Por: Gino Ceccarelli
Hubo un tiempo que mi corazón estuvo por México. Varias veces al año aterrizaba en el D.F. para pasar temporadas con mi amada de ese entonces en lugares bellísimos como Cancún, Puerto Vallarta, Acapulco, Valle de Bravo, Cuernavaca o Guanajuato. De la misma manera nos citábamos en otros lugares del mundo como Grecia, Egipto, España, Italia o el Valle del Urubamba en el Cuzco. Fue un amor planetario, intenso y muy divertido.
Yo radicaba en París y ella en México. Nos conocimos en Lima en una reunión, nos sonreímos y ambos supimos que debíamos estar juntos. Ella estaba de paso hacia el sur del continente y yo hacia el norte. A partir de ese encuentro nuestras vidas se ligaron en encuentros extraños y maravillosos. Nunca planificamos, simplemente levantábamos el teléfono y nos citábamos en algún aeropuerto. Nunca nos fallamos. Dejábamos todo lo que teníamos que hacer para vernos y disfrutar de la vida y de nuestras vidas.
Recuerdo que un día la llamé y le dije: “Nos vemos mañana a las seis de la tarde en el Aeropuerto de Atenas, chau.” Efectivamente viajé a la capital de Grecia y a las seis en punto nos ubicamos en la sala de espera. Entre besos y risas me peguntó: “¿Y ahora qué, pinche Gino?”, yo le contesté: “vamos a hacer degustación de aceites de oliva en las islas griegas”. Fueron veinte días que recorrimos varias islas degustando aceites en los olivares y disfrutando de playas y frutos del mar.
En otra oportunidad me encontraba en Brest, ciudad al oeste de Francia donde expuse mis cuadros. Era febrero, hacía mucho frío y llovía. Había una feria gastronómica de varios países y entre la gente vi a un grupo de mariachis que amenizaban un stand mexicano. Me acerqué, hablé con ellos, nos pusimos de acuerdo y desde mi celular llamé a mi amada.
- “Hola corazón, ¿qué hora es y si estás parada o sentada?
- “Son las diez de la mañana y estoy parada”- me dijo.
- “Mejor siéntate porque te tengo una sorpresa”.
- “¿Cuál?”
- “¡Serenata para ti! ¡Arranque maestro!”
Los mariachis empezaron a tocar y a cantar un bolero a través de mi teléfono bajo el cielo gris y lluvioso de Brest hasta la cálida y soleada capital mexicana. Ella pensó que se trataba de un disco y le pedí que pida la segunda canción para cerciorarse que no era así. “Que toquen Cielo Rojo” pidió con la voz entrecortada. Los mariachis siguieron tocando (también se emocionaron) hasta que se agotó la batería de mi teléfono. Esa noche, con los músicos nos emborrachamos a la mexicana: a tequilazo limpio.
Al mes siguiente hice una exposición en una galería de Madrid, y para mi sorpresa, el día de la inauguración recibí un enorme ramo de rosas amarillas (sus preferidas) que me enviaba desde México.
Paseos en velero por el Caribe, buceo en Cancún, bañarnos en las noches bajo la lluvia fría en el Valle del Urubamba, helados en Venecia, tintos de verano en los Pueblos Blancos de Andalucía, saltos en paracaídas en Miami, paseos a caballo en las tardes por las playas de la Costa Maya, ostras y vino en la isla de Capri y otros momentos más que mi memoria guarda con delicadeza.
Nunca hablamos de compromiso ni hicimos planes para el futuro. Ambos sabíamos que al final nuestros rumbos eran distintos. Nos entregábamos con la misma sinceridad y naturalidad de cómo cuando se come una fruta fresca. El tiempo fue pasando, las obligaciones y compromisos nos fueron ganando y poco a poco dejamos de vernos seguido. Han pasado algunos años, ella está bien, yo estoy bien y cada vez que nos comunicamos sigue siendo un deleite. Ayer me llamó.
Hubo un tiempo que mi corazón estuvo por México. Varias veces al año aterrizaba en el D.F. para pasar temporadas con mi amada de ese entonces en lugares bellísimos como Cancún, Puerto Vallarta, Acapulco, Valle de Bravo, Cuernavaca o Guanajuato. De la misma manera nos citábamos en otros lugares del mundo como Grecia, Egipto, España, Italia o el Valle del Urubamba en el Cuzco. Fue un amor planetario, intenso y muy divertido.
Yo radicaba en París y ella en México. Nos conocimos en Lima en una reunión, nos sonreímos y ambos supimos que debíamos estar juntos. Ella estaba de paso hacia el sur del continente y yo hacia el norte. A partir de ese encuentro nuestras vidas se ligaron en encuentros extraños y maravillosos. Nunca planificamos, simplemente levantábamos el teléfono y nos citábamos en algún aeropuerto. Nunca nos fallamos. Dejábamos todo lo que teníamos que hacer para vernos y disfrutar de la vida y de nuestras vidas.
Recuerdo que un día la llamé y le dije: “Nos vemos mañana a las seis de la tarde en el Aeropuerto de Atenas, chau.” Efectivamente viajé a la capital de Grecia y a las seis en punto nos ubicamos en la sala de espera. Entre besos y risas me peguntó: “¿Y ahora qué, pinche Gino?”, yo le contesté: “vamos a hacer degustación de aceites de oliva en las islas griegas”. Fueron veinte días que recorrimos varias islas degustando aceites en los olivares y disfrutando de playas y frutos del mar.
En otra oportunidad me encontraba en Brest, ciudad al oeste de Francia donde expuse mis cuadros. Era febrero, hacía mucho frío y llovía. Había una feria gastronómica de varios países y entre la gente vi a un grupo de mariachis que amenizaban un stand mexicano. Me acerqué, hablé con ellos, nos pusimos de acuerdo y desde mi celular llamé a mi amada.
- “Hola corazón, ¿qué hora es y si estás parada o sentada?
- “Son las diez de la mañana y estoy parada”- me dijo.
- “Mejor siéntate porque te tengo una sorpresa”.
- “¿Cuál?”
- “¡Serenata para ti! ¡Arranque maestro!”
Los mariachis empezaron a tocar y a cantar un bolero a través de mi teléfono bajo el cielo gris y lluvioso de Brest hasta la cálida y soleada capital mexicana. Ella pensó que se trataba de un disco y le pedí que pida la segunda canción para cerciorarse que no era así. “Que toquen Cielo Rojo” pidió con la voz entrecortada. Los mariachis siguieron tocando (también se emocionaron) hasta que se agotó la batería de mi teléfono. Esa noche, con los músicos nos emborrachamos a la mexicana: a tequilazo limpio.
Al mes siguiente hice una exposición en una galería de Madrid, y para mi sorpresa, el día de la inauguración recibí un enorme ramo de rosas amarillas (sus preferidas) que me enviaba desde México.
Paseos en velero por el Caribe, buceo en Cancún, bañarnos en las noches bajo la lluvia fría en el Valle del Urubamba, helados en Venecia, tintos de verano en los Pueblos Blancos de Andalucía, saltos en paracaídas en Miami, paseos a caballo en las tardes por las playas de la Costa Maya, ostras y vino en la isla de Capri y otros momentos más que mi memoria guarda con delicadeza.
Nunca hablamos de compromiso ni hicimos planes para el futuro. Ambos sabíamos que al final nuestros rumbos eran distintos. Nos entregábamos con la misma sinceridad y naturalidad de cómo cuando se come una fruta fresca. El tiempo fue pasando, las obligaciones y compromisos nos fueron ganando y poco a poco dejamos de vernos seguido. Han pasado algunos años, ella está bien, yo estoy bien y cada vez que nos comunicamos sigue siendo un deleite. Ayer me llamó.
3 comentarios:
Sorry Gino, pero esta como que no me gustó. Cuando publiques, no incluyas esta, o en todo caso, la editas un poco, pues, para hacerla más creíble. Algunas cosas como que no encajan, pero con una buena edición y un poquito mas de floro, fácil sale una historia interesante, material hay. Sigue escribiendo, que yo sigo leyendo y esperando tus posts. Suerte.
y ahora donde es??
No les gusto? es tan sweet!!!! y cuando el la lee, le pone corazón y se emociona. No encaja dentro de sus historias divertidas, pero suena algo muy personal. Tal vez en el final, como que se espera algo más, pero en fín...,no me parece mala.
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