Un relato hecho cortometraje.
A partir de hoy hasta el fin de semana, en escenarios de la carretera hacia Nauta, se llevará a cabo el rodaje de Inmortal, un cortometraje dirigido por el cineasta loretano Dorian Fernandez (creador de Chullachaqui) y producido por Audiovisual Films, basado en un relato corto escrito por mí hace cuatro años. Un equipo periodístico de un importante diario nacional estará en el rodaje, y hará una nota sobre este corto, que es el preámbulo del próximo largometraje de Audiovisual, a ser filmado enteramente en escenarios loretanos, llamado tentativamente "Nos están llamando".
Este corto, de aproximadamente siete minutos de duración está previsto que sea estrenado a finales de junio. En la actuación principal estará el actor loretano Rubén Manrique.
Y para quienes no leyeron este relato, ideado en el 2003, muy en onda mística, X-files y videoclipera, se los dejo en su versión original, de la cual tomará elementos principales el trabajo dirigido por Fernández.
*****
Se detuvo a orillas del río, dejando descansar brevemente su corazón, tiranizado por aquellos días desbarrancados a través de la frondosa geografía del miedo. Los rigores del éxodo habían acelerado su proverbial incontinencia, expuesta sin pudor entre aquél punto exacto donde se conjugarían simétricamente, como una cósmica tautología, el tiempo con su destino marcado: los ansiados dominios del tigre azul, Oro Blanco. Aplacó los apremios de su vejiga, dejando pasar un fugaz cosquilleo epidérmico. Sintió escalofríos. Con instantáneo reflejo, retomó apresuradamente el sendero. Ellos también estaban allí, enfundados en aséptica parafernalia, desafiando la naturaleza con simétricos equipos de sensibilidad artificial, estableciendo con sinfónica simetría la densidad de sus tácticas multinacionales de rastreo. La razón era algebraica: prevenían una posible contingencia, estarían dispuestos a anular cualquier resquicio de malsana libertad, redoblarían con extravagancia tropical ciertos detalles, anecdóticos al fin y al cabo, propios de la cacería. La orden estaba dada. El procedimiento establecido por el cuaderno de incidencias del Protocolo debía ser aplicado con todo el científico desdén de que estaban suficientemente adiestrados.
Un primer oleaje de vértigo surgió de la nada, precedido por chirriantes golpes de sonido, un taladro que rápidamente fue introduciéndose en sus sienes, desintegrando paulatinamente el sistema nervioso. Bajo el influjo de la metástasis, el dolor ejerció su trayecto caníbal a través de la masa muscular, triturando huesos, desnudando anticuerpos, contaminando con virulenta afección cada endógena comisura de su anatomía. Rostros, paisajes, sonidos y olores transpusieron velozmente sus ojos; inmediatamente comprendió aquellas memorables imágenes que se proyectaban en la electricidad de la memoria; las canciones de cuna de su madre, el aroma de Laura en la intimidad del lecho conyugal, los mediodías calurosos en Yaquerana, la ausencia olisqueando sus inermes señoríos. Todas representaban un nuevo Reino conquistado. Dudó un instante que realmente estuviera vivo. Condensó la penumbra en un pestañeo: hemorragia cerebral, ausencia de respiración, paro cardiaco. Un pavor indescriptible se apoderó de sus manos. No quería volver a experimentar la ira de Dios sobre su lacerada existencia.
El círculo se iluminó a un kilómetro de distancia. Ellos también lo divisaron, a pesar de la insolente oscuridad. Instintivamente, rastrillaron sus armas y activaron el sistema de autodefensa. La noche era demasiado obscena para su perplejidad. Lo único que buscaban era destruirlo, no había más alternativa. Él corrió torpemente hacia la humeante centella con las escasas fuerzas que aún resguardaba en su voluntad, tropezando en su enajenada huida con lianas, troncos, tibias superficies y húmedos organismos, percibiendo sólo la densa monotonía del bosque. Sintió el olor de las madreselvas y las cucardas. Entre la distorsión sonora, escuchó ecos de un idioma nuevo e indescifrable dentro de su prosaico saber. El aire fue adquiriendo una pesadez opresiva. Sus articulaciones quedaron petrificadas, inmóviles, su mandíbula se tornó en piedra absoluta. Inmediatamente quedó ciego. Sabía que no había nada más que intuir, salvo que estaba hincado ante su propia reminiscencia de muerte. Memento mori. Se desplomó agónicamente sobre la fangosa escenografía; ya sin audición, ya sin noción del espacio; casi al instante en que una llamarada lo abofeteó con violencia, calcinando su piel, metamorfoseando las flamas en adormecedoras caricias; luego en cosquilleo bendito, finalmente en una señal de paz eterna.
Los extranjeros dispararon inútilmente. El gigantesco disco flotante cerró su acerada plataforma, inundando con luz brillante y resplandeciente el río Napo, para luego dispersarse supremamente por los confines del Universo, portando en su seno el bienaventurado cuerpo de Jimmy Melecio Tangoa Tananta, pastor de ovejas descarriadas; flamante ascendiente al Reino de los Cielos el día de hoy, Sábado de Gloria en el rojo almanaque de los pensamientos oprimidos.
A partir de hoy hasta el fin de semana, en escenarios de la carretera hacia Nauta, se llevará a cabo el rodaje de Inmortal, un cortometraje dirigido por el cineasta loretano Dorian Fernandez (creador de Chullachaqui) y producido por Audiovisual Films, basado en un relato corto escrito por mí hace cuatro años. Un equipo periodístico de un importante diario nacional estará en el rodaje, y hará una nota sobre este corto, que es el preámbulo del próximo largometraje de Audiovisual, a ser filmado enteramente en escenarios loretanos, llamado tentativamente "Nos están llamando".
Este corto, de aproximadamente siete minutos de duración está previsto que sea estrenado a finales de junio. En la actuación principal estará el actor loretano Rubén Manrique.
Y para quienes no leyeron este relato, ideado en el 2003, muy en onda mística, X-files y videoclipera, se los dejo en su versión original, de la cual tomará elementos principales el trabajo dirigido por Fernández.
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Se detuvo a orillas del río, dejando descansar brevemente su corazón, tiranizado por aquellos días desbarrancados a través de la frondosa geografía del miedo. Los rigores del éxodo habían acelerado su proverbial incontinencia, expuesta sin pudor entre aquél punto exacto donde se conjugarían simétricamente, como una cósmica tautología, el tiempo con su destino marcado: los ansiados dominios del tigre azul, Oro Blanco. Aplacó los apremios de su vejiga, dejando pasar un fugaz cosquilleo epidérmico. Sintió escalofríos. Con instantáneo reflejo, retomó apresuradamente el sendero. Ellos también estaban allí, enfundados en aséptica parafernalia, desafiando la naturaleza con simétricos equipos de sensibilidad artificial, estableciendo con sinfónica simetría la densidad de sus tácticas multinacionales de rastreo. La razón era algebraica: prevenían una posible contingencia, estarían dispuestos a anular cualquier resquicio de malsana libertad, redoblarían con extravagancia tropical ciertos detalles, anecdóticos al fin y al cabo, propios de la cacería. La orden estaba dada. El procedimiento establecido por el cuaderno de incidencias del Protocolo debía ser aplicado con todo el científico desdén de que estaban suficientemente adiestrados.
Un primer oleaje de vértigo surgió de la nada, precedido por chirriantes golpes de sonido, un taladro que rápidamente fue introduciéndose en sus sienes, desintegrando paulatinamente el sistema nervioso. Bajo el influjo de la metástasis, el dolor ejerció su trayecto caníbal a través de la masa muscular, triturando huesos, desnudando anticuerpos, contaminando con virulenta afección cada endógena comisura de su anatomía. Rostros, paisajes, sonidos y olores transpusieron velozmente sus ojos; inmediatamente comprendió aquellas memorables imágenes que se proyectaban en la electricidad de la memoria; las canciones de cuna de su madre, el aroma de Laura en la intimidad del lecho conyugal, los mediodías calurosos en Yaquerana, la ausencia olisqueando sus inermes señoríos. Todas representaban un nuevo Reino conquistado. Dudó un instante que realmente estuviera vivo. Condensó la penumbra en un pestañeo: hemorragia cerebral, ausencia de respiración, paro cardiaco. Un pavor indescriptible se apoderó de sus manos. No quería volver a experimentar la ira de Dios sobre su lacerada existencia.
El círculo se iluminó a un kilómetro de distancia. Ellos también lo divisaron, a pesar de la insolente oscuridad. Instintivamente, rastrillaron sus armas y activaron el sistema de autodefensa. La noche era demasiado obscena para su perplejidad. Lo único que buscaban era destruirlo, no había más alternativa. Él corrió torpemente hacia la humeante centella con las escasas fuerzas que aún resguardaba en su voluntad, tropezando en su enajenada huida con lianas, troncos, tibias superficies y húmedos organismos, percibiendo sólo la densa monotonía del bosque. Sintió el olor de las madreselvas y las cucardas. Entre la distorsión sonora, escuchó ecos de un idioma nuevo e indescifrable dentro de su prosaico saber. El aire fue adquiriendo una pesadez opresiva. Sus articulaciones quedaron petrificadas, inmóviles, su mandíbula se tornó en piedra absoluta. Inmediatamente quedó ciego. Sabía que no había nada más que intuir, salvo que estaba hincado ante su propia reminiscencia de muerte. Memento mori. Se desplomó agónicamente sobre la fangosa escenografía; ya sin audición, ya sin noción del espacio; casi al instante en que una llamarada lo abofeteó con violencia, calcinando su piel, metamorfoseando las flamas en adormecedoras caricias; luego en cosquilleo bendito, finalmente en una señal de paz eterna.
Los extranjeros dispararon inútilmente. El gigantesco disco flotante cerró su acerada plataforma, inundando con luz brillante y resplandeciente el río Napo, para luego dispersarse supremamente por los confines del Universo, portando en su seno el bienaventurado cuerpo de Jimmy Melecio Tangoa Tananta, pastor de ovejas descarriadas; flamante ascendiente al Reino de los Cielos el día de hoy, Sábado de Gloria en el rojo almanaque de los pensamientos oprimidos.
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