Mientras esperaban el momento ideal para pagar sus 13 dólares por un asiento popular del Festival de Viña del Mar, los peruanos que habían llegado gracias la última e insuperable oferta de aerolíneas Gol (99 dólares, Lima-Santiago-Lima), algunos de ellos invadieron los spa que pueblan esta temporada el balneario, los cuales por nada módicos 23 dólares la hora ofrecen una sesión total de confort mediante avezadas técnicas de tonificación muscular. En Buenos Aires, los centros de fitness se multiplican, con diversas promociones y productos, a pesar de esta época en que lo más probable es que el chapuzón otoñal no te permita lucir mucho. En Río de Janeiro, en tanto, no es muy común encontrar personas descuajeringadas (el término exacto sería asimétricas corporalmente) entre los audaces bañistas que usan diminutas tangas, zungas o monokinis y muestran orgullosos cuerpos bronceados y marcadísimos, libres de cualquier atisbo pecador de grasa o colesterol.
Así como se multiplican Club Med en todo el mundo (incluso en Rusia y Kasajistán, que incluyen grandes salones de baile y spinning), así como los japoneses ya no usan el dance revolution como un vehículo anti stress, sino como una más de las manías de su insufrible rutina cotidiana; así como Gold’s Gym, la cadena internacional de spas, ha plagado los distritos limeños; así como el presidente George Bush intercala sus sesiones contra el terrorismo internacional con suaves sesiones de footing; y así como Mario Vargas Llosa, a sus 71, sigue en su rutina de trote matinal; así, pues, todo hemos convertido nuestras existencias en un deseo por elevar el culto al cuerpo a su máxima capacidad exponencial.
La belleza corporal en la actualidad no es sólo un asunto de adinerados ni ociosos, sino un verdadero problema existencial: los distritos con mayor demanda de estos lugares se encuentra en aquellos con capacidad adquisitiva mediana o pequeña; se aprovechan ofertas veraniegas, mientras la capacidad de endeudamiento con tarjetas de crédito en este sentido es descomunal; se construyen verdaderas moles, llenas de todos los adelantos en la materia, se come menos, se obliga a comer cosas bajas en grasas, en carbohidratos, a comer carne de soya y aliños rancios, a tomar agua de remolacha caliente, a ingerir pastillas de semillas de papaya que te alteran el sueño, a ingerir suplementos vitamínicos y esteroides que te trastornan el metabolismo; trotas desaforado 30 por todos los sitios que puedas, pedaleas sin cesar buscando un punto de no retorno; levantas pesas, desgarras tus pantorrillas, mueles tus bíceps, exprimes tus glúteos, masacras tus abdominales con rutinas (moderna denominación de la autotortura) y, cuando estás a punto de tirar la toalla, la figura reluciente de un cuerpo marcado, perfectamente moldeado, una maqueta de carne y hueso se aparece, cual señal divina, frente a ti, gruñe monosílabos o sólo esboza una sonrisa vacía de cualquier contenido, pero la condición humana, la humanidad que nos exuda por los poros, la codicia, el deseo y el ego, nos hacen continuar, quizás por tiempo incierto aún.
En Iquitos, iba a un spa muy simpático llamado Jully Spa, que me parece el mejor acondicionado y completo de la ciudad. Me sentía gordo y desmondongado, así que me armé de valor y decidí asistir. Allí, por tres semanas, supe lo que es sufrir para gozar. Me obsesioné temporalmente por las sesiones de máquinas y en algún momento, mientras mis acompañantes habían sucumbido ante el dolor, yo aún pensaba en el poder del gym. Mi agonía fue penosa, pero fugaz. Eventualmente, bajé algún kilo y me sentí el hombre más saludable del universo. El gimnasio me había brindado mi dosis extra de ego, mi droga del día. Ahora que ando lejos, he bajado algunos kilos más, sin mucho esfuerzo, pero con constancia y una dieta decente. Sin embargo, hay noches en las que sueño, al borde de la pesadilla, que por los parlantes de un aeropuerto anuncian un enésimo vuelo que abordar, y antes de subirme al avión, en cámara lenta, me detengo súbitamente, estremecido. Enfrente de mí, babeante y encabritada, una faja sin fin hambrienta se dispone a devorarnos, a mí y a mis triglicéridos excedentes. Corro y corro, pero es inútil. Mientras me muestra sus fauces de HDL, nivel de frecuencia cardiaca y sentido de inclinación, sé que es imposible evitarlo. El espíritu fitness tiene preparadas, ya, grandes misiones para mí.
Así como se multiplican Club Med en todo el mundo (incluso en Rusia y Kasajistán, que incluyen grandes salones de baile y spinning), así como los japoneses ya no usan el dance revolution como un vehículo anti stress, sino como una más de las manías de su insufrible rutina cotidiana; así como Gold’s Gym, la cadena internacional de spas, ha plagado los distritos limeños; así como el presidente George Bush intercala sus sesiones contra el terrorismo internacional con suaves sesiones de footing; y así como Mario Vargas Llosa, a sus 71, sigue en su rutina de trote matinal; así, pues, todo hemos convertido nuestras existencias en un deseo por elevar el culto al cuerpo a su máxima capacidad exponencial.
La belleza corporal en la actualidad no es sólo un asunto de adinerados ni ociosos, sino un verdadero problema existencial: los distritos con mayor demanda de estos lugares se encuentra en aquellos con capacidad adquisitiva mediana o pequeña; se aprovechan ofertas veraniegas, mientras la capacidad de endeudamiento con tarjetas de crédito en este sentido es descomunal; se construyen verdaderas moles, llenas de todos los adelantos en la materia, se come menos, se obliga a comer cosas bajas en grasas, en carbohidratos, a comer carne de soya y aliños rancios, a tomar agua de remolacha caliente, a ingerir pastillas de semillas de papaya que te alteran el sueño, a ingerir suplementos vitamínicos y esteroides que te trastornan el metabolismo; trotas desaforado 30 por todos los sitios que puedas, pedaleas sin cesar buscando un punto de no retorno; levantas pesas, desgarras tus pantorrillas, mueles tus bíceps, exprimes tus glúteos, masacras tus abdominales con rutinas (moderna denominación de la autotortura) y, cuando estás a punto de tirar la toalla, la figura reluciente de un cuerpo marcado, perfectamente moldeado, una maqueta de carne y hueso se aparece, cual señal divina, frente a ti, gruñe monosílabos o sólo esboza una sonrisa vacía de cualquier contenido, pero la condición humana, la humanidad que nos exuda por los poros, la codicia, el deseo y el ego, nos hacen continuar, quizás por tiempo incierto aún.
En Iquitos, iba a un spa muy simpático llamado Jully Spa, que me parece el mejor acondicionado y completo de la ciudad. Me sentía gordo y desmondongado, así que me armé de valor y decidí asistir. Allí, por tres semanas, supe lo que es sufrir para gozar. Me obsesioné temporalmente por las sesiones de máquinas y en algún momento, mientras mis acompañantes habían sucumbido ante el dolor, yo aún pensaba en el poder del gym. Mi agonía fue penosa, pero fugaz. Eventualmente, bajé algún kilo y me sentí el hombre más saludable del universo. El gimnasio me había brindado mi dosis extra de ego, mi droga del día. Ahora que ando lejos, he bajado algunos kilos más, sin mucho esfuerzo, pero con constancia y una dieta decente. Sin embargo, hay noches en las que sueño, al borde de la pesadilla, que por los parlantes de un aeropuerto anuncian un enésimo vuelo que abordar, y antes de subirme al avión, en cámara lenta, me detengo súbitamente, estremecido. Enfrente de mí, babeante y encabritada, una faja sin fin hambrienta se dispone a devorarnos, a mí y a mis triglicéridos excedentes. Corro y corro, pero es inútil. Mientras me muestra sus fauces de HDL, nivel de frecuencia cardiaca y sentido de inclinación, sé que es imposible evitarlo. El espíritu fitness tiene preparadas, ya, grandes misiones para mí.
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