¿Qué es la calle? Por una parte, sólo anécdotas anquisoladas en la memoria, un ir y venir del carajo como escribió alguna vez García Márquez, la vía en la cual se concreta y prevalece la más cruel de las leyes de la supervivencia: la del más fuerte, la del más astuto, el más mosca y, si es preciso, del más despiadado.
A veces, el espíritu de las calles nos rodea y envuelve con el punzante encanto de sus golpes. Nos da una cachetada antes de reventarnos la nariz con una comba. Sale a vagar de vez en cuando y nos encuentra solos, desamparados, pidiendo en nuestra intolerable mendicidad una limosna que no sea parte de una mera transacción económica, sino el lógico desenlace de esa desesperación por beber de las fuentes del sosiego. Entonces él, desgraciado, puede pasar mirándonos desdeñosamente (es lo más común) lanzarnos muecas despreciables y acabar con nuestro poco orgullo. El espíritu suele ser todo un experto en humillarnos. Pero en muy contadas circunstancias nos mira fijamente a los ojos, nos brinda una sonrisa de compasión, solidaridad o interés, extiende sus manos callosas y salpicadas de escaras y nos acaricia el rostro, ayuda a que nos levantemos y acompaña nuestros pasos dulcemente. El espíritu de las calles no es infalible, definitivamente, pero en momentos como éste suele presentarse tan humano que es conmovedor sentirlo prójimo, pata, compañero de toda la vida; realmente conmovedor aceptarlo a pesar de sus caprichos, desplantes y la aparente aspereza de su textura.
Pero el espíritu, aún generoso, nos acostumbra a ser zombies, sí, tan zombie como aquellos a quienes acusaba por el mismo crimen creyéndome el juez imparcial que nunca seré. Sí, un zombie que creía que hacer locuras era sinónimo de estar necesariamente vivo, un sujeto que se paraba frente a una multitud y les decía una serie de estupideces incoherentes, desesperado por llamar la atención con cosas impostadas, falsas, artificiales, tan artificiales como esa ropa, esos gestos, esa manera ridícula de querer patear el tablero en cuantas oportunidades pudiésemos hacerlo.
El espíritu, astuto, nos hace conocer el lado más fácil, el más sensual. Personalidad multiple, dijo - tres o cuatro egos interactuando simultáneamente con un cinismo arrollador -. Odio, falta de compromiso, - la ostra que iba creciendo como una gran cabeza hidrocefálica -. Dinero, sentimientos dejados de un lado ante el embrujo de un Palacio de tiburones con saco y corbata, ante el sexo fácil sin problemas más que los propios de la menstruación o la posibilidad de una venérea (nada que no pudiese remediar un buen profiláctico) ¿Y? Nada pues, el espíritu había rendido culto a las apariencias y quiere que fuéramos discípulo de este dogma.
No puede gustarme el mundo donde nosotros, simples seres humanos, suframos tanto. Vivimos solos, encerrados en nuestro círculo, creyendo que nuestra burbuja es la mejor vía para obviar la realidad y no lastimarnos más. No es falso, lo acepto, pero tampoco creo que sea plenamente cierto. Después de todo, somos uno solo, una sola gente, vivimos con los demás y luchamos por los demás de alguna manera. Sufrimos a los demás, pero entre muchos sufrimientos, de vez en cuando, como si fuese un milagro, encontramos algo que reconviene nuestro pesimismo, nos hace arquear las cejas, parar los pelos y poner atención. De vez en cuando aparecen en nosotros imágenes frescas, llenas de candor, que te hacen volver a experimentar cosas sublimes que alguna vez las sentiste, antes que el mundo - tan aguafiestas - se encargase de descomponer gran parte de tu felicidad.
No creo en muchas cosas todavía. Creo en el azar. Creo sí en que la vida es un permanente concurso de méritos, y donde todo tiene que ser buscado y luchado para que uno se lo merezca.Un proverbio chino decía que la vida es un sueño, una ilusión que una vez recibida no se puede esperar que dure para siempre.
Hablo mucho de la calle en esta carta porque te he conocido en ella. Tu vienes de la calle, nadie como tú me ha mostrado que en la calle también se puede conocer a los demás, y mejor, conocerlos de esa manera. En realidad, con tus aparentes contradicciones, representas su espíritu, lo mejor del mismo. Representas aquello que alguien dijo una vez (¿Gongora? ¿Quevedo?): “Nada me decepciona ya. La vida me ha hechizado”.
A veces, el espíritu de las calles nos rodea y envuelve con el punzante encanto de sus golpes. Nos da una cachetada antes de reventarnos la nariz con una comba. Sale a vagar de vez en cuando y nos encuentra solos, desamparados, pidiendo en nuestra intolerable mendicidad una limosna que no sea parte de una mera transacción económica, sino el lógico desenlace de esa desesperación por beber de las fuentes del sosiego. Entonces él, desgraciado, puede pasar mirándonos desdeñosamente (es lo más común) lanzarnos muecas despreciables y acabar con nuestro poco orgullo. El espíritu suele ser todo un experto en humillarnos. Pero en muy contadas circunstancias nos mira fijamente a los ojos, nos brinda una sonrisa de compasión, solidaridad o interés, extiende sus manos callosas y salpicadas de escaras y nos acaricia el rostro, ayuda a que nos levantemos y acompaña nuestros pasos dulcemente. El espíritu de las calles no es infalible, definitivamente, pero en momentos como éste suele presentarse tan humano que es conmovedor sentirlo prójimo, pata, compañero de toda la vida; realmente conmovedor aceptarlo a pesar de sus caprichos, desplantes y la aparente aspereza de su textura.
Pero el espíritu, aún generoso, nos acostumbra a ser zombies, sí, tan zombie como aquellos a quienes acusaba por el mismo crimen creyéndome el juez imparcial que nunca seré. Sí, un zombie que creía que hacer locuras era sinónimo de estar necesariamente vivo, un sujeto que se paraba frente a una multitud y les decía una serie de estupideces incoherentes, desesperado por llamar la atención con cosas impostadas, falsas, artificiales, tan artificiales como esa ropa, esos gestos, esa manera ridícula de querer patear el tablero en cuantas oportunidades pudiésemos hacerlo.
El espíritu, astuto, nos hace conocer el lado más fácil, el más sensual. Personalidad multiple, dijo - tres o cuatro egos interactuando simultáneamente con un cinismo arrollador -. Odio, falta de compromiso, - la ostra que iba creciendo como una gran cabeza hidrocefálica -. Dinero, sentimientos dejados de un lado ante el embrujo de un Palacio de tiburones con saco y corbata, ante el sexo fácil sin problemas más que los propios de la menstruación o la posibilidad de una venérea (nada que no pudiese remediar un buen profiláctico) ¿Y? Nada pues, el espíritu había rendido culto a las apariencias y quiere que fuéramos discípulo de este dogma.
No puede gustarme el mundo donde nosotros, simples seres humanos, suframos tanto. Vivimos solos, encerrados en nuestro círculo, creyendo que nuestra burbuja es la mejor vía para obviar la realidad y no lastimarnos más. No es falso, lo acepto, pero tampoco creo que sea plenamente cierto. Después de todo, somos uno solo, una sola gente, vivimos con los demás y luchamos por los demás de alguna manera. Sufrimos a los demás, pero entre muchos sufrimientos, de vez en cuando, como si fuese un milagro, encontramos algo que reconviene nuestro pesimismo, nos hace arquear las cejas, parar los pelos y poner atención. De vez en cuando aparecen en nosotros imágenes frescas, llenas de candor, que te hacen volver a experimentar cosas sublimes que alguna vez las sentiste, antes que el mundo - tan aguafiestas - se encargase de descomponer gran parte de tu felicidad.
No creo en muchas cosas todavía. Creo en el azar. Creo sí en que la vida es un permanente concurso de méritos, y donde todo tiene que ser buscado y luchado para que uno se lo merezca.Un proverbio chino decía que la vida es un sueño, una ilusión que una vez recibida no se puede esperar que dure para siempre.
Hablo mucho de la calle en esta carta porque te he conocido en ella. Tu vienes de la calle, nadie como tú me ha mostrado que en la calle también se puede conocer a los demás, y mejor, conocerlos de esa manera. En realidad, con tus aparentes contradicciones, representas su espíritu, lo mejor del mismo. Representas aquello que alguien dijo una vez (¿Gongora? ¿Quevedo?): “Nada me decepciona ya. La vida me ha hechizado”.
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