Pero, qué es Lima para mí, hoy, se me preguntará. He aquí una respuesta: nací en Lima de casualidad, como he podido nacer en Pekín, Roma o Iquitos. No me liga a la ciudad natal sino un recuerdo borroso como su garúa y su neblina, y una infinita abulia, seguramente generada por la esterilidad de su paisaje. Aparte el desierto —que comienza a ser paulatinamente bello a medida que se aleja de la ciudad— sólo recuerdo la arena de la Herradura y las continuas olas y las piedras ruidosas de Miraflores. Mis pocos afectos familiares son igualmente tibios y tranquilos como el clima, y los dos o tres amigos que allí me quedan, sinceros y permanentes. Una suerte de tabula rasa, una horizontalidad, una discreta sonrisa geográfica —el mar que lame sus flancos— han hecho de la anémica Lima una suerte de limbo. Nada sobresale de la chatura dominante, nada detona ni desdice —aún hoy— su pequeño abolengo español, con aires de gran ciudad y alma provinciana. La palabra de orden es: suavidad. Suavidad: tu nombre es limeño. Todo es suave para la señorita de buena familia, como para la huachafita de barrio. Suave es la Avenida Arequipa (entre San Isidro y Miraflores) y el turrón de Doña Pepa. Suave, más aún, suavecito, el mar de Agua Dulce (reino de la tifoidea y los transistores) y la voz de Carmencita. Suave es el Señor de los Milagros y los frijoles con arroz. El paraíso natural de todo buen limeño es la suavidad y, hasta la misma muerte, en semejantes condiciones, no puede ser sino suave: una manera como otra de irse muriendo poco a poco, como quien cuenta hasta diez, veinte, cien, diez mil y aleja cada vez más la pálida fecha.
Sin embargo, para mí que nací exiliado y moriré exiliado, porque el exilio es mi estado natural, geográfico, social, afectivo, artístico, sexual, Lima no es una ciudad para vivir sino, al contrario, un lugar ideal para morir: un cementerio. En ningún lugar creo yo, la presencia de la muerte es tan palpable y persistente; en ninguna otra ciudad, su mano enjoyada nos invita, a cada paso, con tanto cinismo, tan exquisita seducción. La población subterránea de Lima es otra invisible metrópoli de huesos que duplica la ciudad visible. Cráneos y esqueletos prehispánicos, a varios metros de profundidad, aderezados de plumas, mantos y collares, soportan el peso de otros cráneos y esqueletos de capa y espada, sayo, sotana y crucifijo. Si bien la muerte, como la gripe de triste memoria, siempre ha sido española, su versión limeña resulta quizás menos filosófica, pero mucho más chistosa y presumida. Nada que hacer tampoco con la muerte mexicana, alegre y bulliciosa, siempre dueña de la fiesta, populachera. No. La muerte limeña ¡no faltaría más! es una dama callada, distinguida, dignamente ataviada, aunque muy venida a menos, gracias a la proliferación de los temblores, asesinatos indiscriminados y accidentes de tráfico, que todo lo confunden. Ya no hay religión. Hasta los gallinazos planean alto y los pericotes y la polilla retroceden ante el avance de productos que cualquiera puede comprar en la botica. La televisión, además, es una peste en colores, un pequeño ataúd de 22 pulgadas, la muerte catódica para los amantes de la tertulia familiar, y de los noviazgos a la antigua. En cambio, eso sí, Lima ha crecido mucho. Hay de todo. Desde caviar danés hasta revistas porno. Barrios enteros y rascacielos crecen a vista de ojo, sin miedo de terremotos, bancarrotas ni golpes militares. Las arenas movedizas son fascinantes, peligrosas y seguras a un tiempo, porque prometen lo imposible y, si las cosas van mal, no queda nada ni nadie para contarlo. Es ya bastante. Pero, volviendo a la arena, demás está decir que ella es mi aliada, mi única, vieja amiga limeña. Ella ha sido, durante mi breve infancia (casi no la recuerdo) y mi larga adolescencia playera, el gozoso escenario de mis juegos marinos, gimnasio natural de mis primeros músculos, mi primera paja, mis primeros versos (escritos en la arena), que ni las olas ni el tiempo han borrado todavía.
Si algo añoro de Lima es, pues, ese lado suyo, cálido y salobre como la arena: un calor que las amistades de entonces nunca pudieron darme, y un precario amor sin olor ni sabor, un estrellado recuerdo de juventud y de lágrimas junto al mar.
Sólo más tarde comprendería que esa misma arena —siempre hollada por la planta de mis pies y mis versos de niño— era también un inmenso lienzo tendido sobre la faz dorada de mis antepasados.
Todo esto para explicar, a la vez, mi alejamiento y mi secreta pasión por la ciudad: muy grande el primero, subterránea la segunda, en inestable, dolorosa contradicción. A las insípidas, muchas veces cómicas, veleidades de la superficie, a la inconsistente ciudad colonial, opongo la fulgurante majestad subterránea: templos, reinos y ciudades sepultadas bajo una estéril cáscara de polvo, bajo el obtuso oropel hispano, hoy convertido en cemento, harina de pescado, frustración, patética soberbia.
Jorge Eduardo Eielson:
Por qué no vivo en el Perú
Sin embargo, para mí que nací exiliado y moriré exiliado, porque el exilio es mi estado natural, geográfico, social, afectivo, artístico, sexual, Lima no es una ciudad para vivir sino, al contrario, un lugar ideal para morir: un cementerio. En ningún lugar creo yo, la presencia de la muerte es tan palpable y persistente; en ninguna otra ciudad, su mano enjoyada nos invita, a cada paso, con tanto cinismo, tan exquisita seducción. La población subterránea de Lima es otra invisible metrópoli de huesos que duplica la ciudad visible. Cráneos y esqueletos prehispánicos, a varios metros de profundidad, aderezados de plumas, mantos y collares, soportan el peso de otros cráneos y esqueletos de capa y espada, sayo, sotana y crucifijo. Si bien la muerte, como la gripe de triste memoria, siempre ha sido española, su versión limeña resulta quizás menos filosófica, pero mucho más chistosa y presumida. Nada que hacer tampoco con la muerte mexicana, alegre y bulliciosa, siempre dueña de la fiesta, populachera. No. La muerte limeña ¡no faltaría más! es una dama callada, distinguida, dignamente ataviada, aunque muy venida a menos, gracias a la proliferación de los temblores, asesinatos indiscriminados y accidentes de tráfico, que todo lo confunden. Ya no hay religión. Hasta los gallinazos planean alto y los pericotes y la polilla retroceden ante el avance de productos que cualquiera puede comprar en la botica. La televisión, además, es una peste en colores, un pequeño ataúd de 22 pulgadas, la muerte catódica para los amantes de la tertulia familiar, y de los noviazgos a la antigua. En cambio, eso sí, Lima ha crecido mucho. Hay de todo. Desde caviar danés hasta revistas porno. Barrios enteros y rascacielos crecen a vista de ojo, sin miedo de terremotos, bancarrotas ni golpes militares. Las arenas movedizas son fascinantes, peligrosas y seguras a un tiempo, porque prometen lo imposible y, si las cosas van mal, no queda nada ni nadie para contarlo. Es ya bastante. Pero, volviendo a la arena, demás está decir que ella es mi aliada, mi única, vieja amiga limeña. Ella ha sido, durante mi breve infancia (casi no la recuerdo) y mi larga adolescencia playera, el gozoso escenario de mis juegos marinos, gimnasio natural de mis primeros músculos, mi primera paja, mis primeros versos (escritos en la arena), que ni las olas ni el tiempo han borrado todavía.
Si algo añoro de Lima es, pues, ese lado suyo, cálido y salobre como la arena: un calor que las amistades de entonces nunca pudieron darme, y un precario amor sin olor ni sabor, un estrellado recuerdo de juventud y de lágrimas junto al mar.
Sólo más tarde comprendería que esa misma arena —siempre hollada por la planta de mis pies y mis versos de niño— era también un inmenso lienzo tendido sobre la faz dorada de mis antepasados.
Todo esto para explicar, a la vez, mi alejamiento y mi secreta pasión por la ciudad: muy grande el primero, subterránea la segunda, en inestable, dolorosa contradicción. A las insípidas, muchas veces cómicas, veleidades de la superficie, a la inconsistente ciudad colonial, opongo la fulgurante majestad subterránea: templos, reinos y ciudades sepultadas bajo una estéril cáscara de polvo, bajo el obtuso oropel hispano, hoy convertido en cemento, harina de pescado, frustración, patética soberbia.
Jorge Eduardo Eielson:
Por qué no vivo en el Perú
11 de septiembre de 1980
2 comentarios:
es curioso el impacto que una obra puede tener. una obra constante estupenda, como es su caso.
ay.
Unboyfriendable deja un lindo y sentido post sobre Eielson, que les recomiendo visitar. La dirección es:
http://helefante.blogspot.com/2006/03/escondiendo-eielson.html
Disfruten un poquito al Genio - finalmente - en reposo.
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