28 julio 2007

PATRIA O MUERTE, ¿MARCHAREMOS

Miré los muros de la patria mía
Si un tiempo fuertes, ya desmoronados
De la carrera de la edad cansados
Por quien caduca ya su valentía
(Francisco de Quevedo, Salmo)




En este país, los desfiles se han convertido en un rito periódico. A lo largo de un cronograma, a menudo estático, de fechas de acontecimientos, aniversarios, días conmemorativos, suelen tener su máxima apoteosis durante la celebración de las Fiestas Patrias. Allí, los participantes directos, henchidos de emoción, azuzados por locutores de verbo inflamado que los conminan a dar lo mejor de sí bajo amenazas sentimentales de mandarlos a la cárcel o convertirlos súbitamente en apátridas, hacen gala de orden, disciplina, marcialidad, gallardía y una enorme –aparente- conciencia cívica.

La noche anterior a la fecha en que me tocó desfilar como parte de uno de los escuadrones de mi colegio, una calurosa mañana de julio de 1993, no pude dormir. En mi interior temía al ridículo. Era –soy- un desmañado para esta clase de efemérides, capaz de confundir cuál de los brazos debía subir y cuál de las piernas debía mantenerse quieta y en qué momento mi oído debía seguir los compases de la banda de música. Muchos de mis amigos también compartían mi punto de vista y mi ineptitud. Sin embargo, en el momento crucial, realizamos los mejores movimientos que nos pudiesen nacer.

Se escuchaban pocos aplausos, muchas pifias y risas. El sol era abrasador. Nuestros rostros eran duros, tensos; nuestras frentes mostraban arrugas, las cejas las teníamos arqueadas, apretábamos los dientes y sólo esperábamos que todo eso terminara. Nunca supimos en qué puesto quedamos, ni quienes fueron los que desfilaron mal. Sólo queríamos beber algo y largarnos a nuestras casas. Del espíritu patriota, nada, en absoluto; apenas una hipócrita mención al momento del himno nacional.

¿Cuántos de los que realmente querían desfilar esa mañana lo hacían por el orgullo de ganarle un torneo –tal como muchos jóvenes ven a esta actividad- a los colegios rivales, arrancharles el gallardete, ponérselo encima y festejar la victoria con estridencia? ¿Cuántos lo hacían realmente porque tenían que exteriorizar su amor por la patria a través de aquel disloque alrededor de la avenida Grau envueltos en la gloria de los aplausos y el sonido del corazón latiendo rojo y blanco y transformándose al menos por ese momento en vehículo de reencarnación de los héroes nacionales?

Durante las celebraciones por el Día del Perú, se convierten en medio por el cual se expresa amor a la tierra que lo vio nacer y cobija. Cuanto más esfuerzo despliegue alguien en exteriorizar su euforia y agrado por la Independencia Nacional, más peruano es. Esta posición, teórica en realidad, es defendida, salvo incautos, mayoritariamente por militares, papás chapados a la antigua, viejitos nostálgicos de campañas guerreras de antaño y, en general, por todo aquel que crea o profese ideas reaccionarias y ultra conservadoras.

En la práctica esto no es así. Hagámonos unas cuantas preguntas y contestémoslas con toda sinceridad ¿Cuántos muchachos y muchachas, niños y niñas de los que participaron, por ejemplo, en el desfile escolar, querían ser parte de batallones uniformes de condiscípulos levantando las piernas más arriba de la cintura, irguiendo la cabeza arrogantes, acompañando mentalmente el compás de un redoble castrense mientras el stress y los nervios, no por quedar mal ante el público sino por las eventuales consecuencias que pudiese conllevar su imperfección ante los mandamases del colegio, los iban minando psicológicamente?

Hace falta una reflexión sobre el sentido del término “Patria” y su consabida confusión con otro tipo de conceptos que alientan la sobrevivencia de ideas tan repulsivas como el chauvinismo, la xenofobia o el propio nacionalismo, a pesar de la inminencia del nuevo milenio. La anécdota de los mozuelos aporreados por las fauces de la lluvia en medio de un imponente desfile pseudo militar, nos puede servir de base para intentar este análisis.

Una nación no se hace grande a partir de la imposición de sus símbolos-fuerza por parte de los grandes conglomerados del poder. Si esto se da, su legitimidad es endeble y sus aparentes cimientos pueden desmoronarse al menor terremoto social. Una nación se hace grande cuando es libre, para desarrollar y crear; cuando sus ciudadanos son libres, libres para experimentar la posibilidad del éxito y son la principal materia prima de que está hecho el progreso.

Siempre he pensado que un país florece a partir de las grandezas de sus habitantes, y no tanto en la cantidad de riquezas naturales que albergue por ventura de la providencia o por la privilegiada ubicación geopolítica que pudiese tener, ni siquiera por la clase de Dios en que la mayoría de su población pudiese creer. Tampoco por la exteriorización fingida de su amor a la Patria a través de pompas insulsas.

Los grandes hechos de la historia no parecen ser fruto de la rigidez disciplinaria, sino creación del consenso y la convención, de la autodeterminación de los pueblos y sus individuos. Ello motiva que autónomamente el hombre trabaje por sí mismo y, de paso, por su país.

Cuando la prosperidad es evidente, el orgullo no sólo es para el ciudadano, sino que ese sentimiento lo transmite a su terruño. Ello provoca un lazo duro y sólido basado en la autonomía de la voluntad. En cambio, cuando acontece lo que vimos en la Plaza 28 de Julio durante los últimos desfiles escolares hace que, inconcientemente, el Perú termine siendo para el peruano una pálida analogía de aquel terrible verso de Washington Delgado: “Un soldado hubo y decía/a quien le oyera:/mato porque me pagan/y no sé lo que es el cielo”.

Foto: Binario

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