Luego de la triste noticia de la muerte de un respetable intelectual, columnista y narrador como Jose B. Adolph, solo nos queda recordar lo que su obra ha expresado.
Tomamos unos fragmentos de Armageddon en internet, publicado originalmente en Cyberayllu:
Yo la escuchaba oscilando entre el horror, la compasión y la tentación de dejarme arrastrar a su locura. Ahora sé que me estaba enamorando de Isabel, aunque mi razón se resistía con garras y dientes a ser arrastrada a esa vorágine. Mi mundo era el de la realidad: agente en la Bolsa de Lima («yupi con Proust», me llamaba Isabel), acceso a la web, negocios violentos y rápidos acompañados por diversiones violentas y rápidas; el de ella era el de otra clase de globalización, una que había estado con nosotros, me decía, desde hacía milenios, trabajando en el inconsciente individual pero también colectivamente en el espacio y en el tiempo. Sus soldados —los haschishin, o «asesinos», del Viejo de la Montaña, los fida'i del Islam ismaelita, los apóstoles del Kristos (menos Saulo, el de Tarso y Damasco, que era un Oscuro) y los Templarios, masacrados, como los cátaros, los nestorianos y tantos otros por la Iglesia de Roma, los treintiséis Justos de los judíos, ciertos chaskis del Tahuantinsuyo (que transportaban algo más que noticias y estadísticas)— eran las tropas de Mazda, de la Luz, que combatían por todo el planeta contra los Oscuros.
—¡Y ahora —agregó, triunfante— por primera vez, gracias a las redes mundiales de la informática y a las conexiones satelitales, tenemos acceso, por un lado, a todos los rincones y, por el otro, al corazón mismo del Dominio del Mal!
—¿Y dónde está ese corazón? —pregunté.
—No dónde, sino cuándo —respondió—. Armageddón, el gran combate, no está en el espacio sino en el tiempo. Armageddón se combate en el tiempo.
—¿Cómo?
—La Oscuridad es el tiempo; el tiempo como manifestación del Mal. Una derivación de lo luminoso, que nació y vivió un nanosegundo sin sombra; el tiempo es una atribución del espacio, que nació puro, es decir intemporal, y fue desafiado por una dimensión nueva: lo que la física denomina tiempo y las religiones Satanás. Luzbel era la «bella luz» hasta que, harto del error divino, se lanzó a su rebeldía correctora. La Oscuridad es la sombra, por lo demás inevitable, que proyecta la Luz y que, como, ésta, adquirió autoconciencia. Más cómodo era antropomorfizarla y llamarla «diablo». Pero ahora existen la nueva física y las comunicaciones totales: ya no necesitamos parábolas. Hemos llegado a la madurez y tenemos las herramientas. Los libros sagrados —las Biblias (judía y cristiana), las Gathas y el Avesta, los Evangelios Apócrifos de la gnosis, el Quran, el Canon Pali del Buda y la Tripitaka, el Popol Vuh y todos los demás— eran hermosas parábolas con las que la Luz nos fue preparando para el «gran proyecto». Nosotros apostamos a que Satanás está equivocado y que la humanidad, la Creación entera, son rescatables.
Me sería imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente memoria— sino porque serían tediosas y repetitivas para el no iniciado. Eran historias de personas y de viajes, de supervivencias y crímenes.
—¿Cómo es eso de todas las fantasías realizadas y todos los deseos satisfechos?
Esta vez hasta sus ojos participaron de una pícara sonrisa:
—En ocho siglos se puede hacer muchas cosas ¿no crees? Pero además he contado y cuento con la ayuda de mis padres.
—¿También viven?
—Ningún luminoso deja de vivir. También viven Abraham, cuya supuesta tumba veneran en vano judíos y musulmanes, Jesús —para evadir la persecución le provocaron con una pócima, que dijeron era vinagre, una catalepsia o falsa muerte en la cruz—, Siddharta el Buda, Spinoza, Einstein...
—El cerebro de Einstein se conserva en una universidad, creo que la de Princeton.
—Bernardo, Bernardo... Me hablas de átomos y moléculas ¡y yo te hablo de fuerzas que los dominan, transforman y reproducen! ¿Por qué tantas religiones te hablan de la resurrección de toda carne a sabiendas de que los cadáveres se pudren y desaparecen? Todo tiene una copia en el Gran Archivo. Y todos esos amigos y muchos más viven, se comunican entre sí y ejercen su influencia; son nuestros asesores y tropas de reserva. Así como hay un genoma humano, hay un genoma universal o gran archivo que Jung denominó «inconsciente colectivo». Por ahora sólo nosotros los luminosos somos la parte autoconsciente de ese archivo.
Y sus viajes: Roma, Grecia, Galia, Palestina, Persia, los territorios del único imperio nómade de la historia, el de los mongoles, Catay y, por supuesto, lo que ahora llamamos India. Pero también por Africa —sobre todo el Sahara, que alguna vez contuvo un mar y dio lugar al imperio fenicio de Cartago— y la futura América en los recios pero esbeltos barcos vikingos.
—Ah, Bernardo —me decía, con los labios dulces y la mirada hierática—, ningún lugar, ningún comportamiento, ningún dolor o placer me es ajeno. Guerrera con los hititas (a quienes enseñé el uso del hierro), diosa para los tutsis, esclava en Baltimore, prostituta sagrada entre los adoradores de Baal, no tan sagrada en Marsella, ñusta en Machu Picchu, tú nómbralo: estuve allí y lo fui todo. Borges no llegó a saber que yo, Isabel Trencavel, soy el aleph.
—¿Trencavel?
—Mi apellido cátaro, del Languedoc. Mis padres descienden de Perceval o Parsifal, nuestro gran héroe. Fuimos víctimas de una cruzada de cristianos contra cristianos, de la Oscuridad de la prepotente Roma, esa nueva Babilonia. El tiempo combate en el espacio para destruir la luz. Hemos sufrido terribles derrotas, como en la bravía Atlántida, en Creta —imperio femenino dedicado al amor y a las artes— y en la dulce Avalon de los Pictos, la actual Inglaterra. Los huaris eran regidos por gente nuestra: los quechuas los destruyeron; los cultos mayas sucumbieron ante los demoníacos aztecas que, como Roma, exclamaron su versión de delenda est Cartago. Tampoco quisieron dejar rastros, pero el Popol Vuh y los templos escondidos permanecieron y los sacerdotes huyeron a tiempo al Asia Central. Qué historia, ¿verdad?
—Increíble.
—No estás obligado a creerla; casi nadie lo hace. Y cuando lo creen, la Oscuridad a menudo transforma la Gran Verdad en locura de grupitos chiflados o estafadores. O los luminosos somos encerrados en sanatorios mentales. Algunos se suicidan, otros simulan «volver a la razón» —es decir, a la mentira— pero algunos continuamos este combate de la eternidad contra el tiempo.
—¿Y cómo va a terminar todo esto?
—¿Quién sabe? Las fuerzas son parejas. A veces dudamos, no creas. Como preguntan ciertos gnósticos, ¿quién sabe si Dios no es una falsificación?
—¿Y Dios qué pito toca?
—Te perdono la vulgaridad porque es tu mecanismo de defensa: tal como los individuos neuróticos defienden su mal, el colectivo defiende su oscuridad. Si tenemos razón, y tenemos que tenerla, Dios es el Gran Programador.
—Entonces, ¿por qué no nos ha programado para ganar? ¿Y para qué esta absurda y sangrienta lucha en una Creación que pudo ser perfecta?
—La Oscuridad es el gran virus.
—Los virus se fabrican.
—Sí, hay un Gran Hacker.
—¿Y quién creó al programador y al hacker?
—Ése es el misterio final, que sólo sabremos, para bien o para mal, cuando se decida Armageddón.
—El Dios de Dios. El Rey de Reyes.
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Einstein sigue diciendo que Dios no juega a los dados, pero ahora añade, sonriendo, «si hay tal cosa y si hay dados».
—Tal como yo lo veo, nosotros somos los dados.
—No, todos los dados son iguales. Nosotros somos piezas de ajedrez. Sólo que ahora, en el tercer milenio, vamos a jugar en un tablero universal, y vamos a conocer el juego.
Por supuesto, nunca llegué a creer en lo que decía Isabel, registrada en el sanatorio no como Trencavel sino con el apellido Valmel. Pero desde que la conozco vivo amándola, aterrado, preguntándome: ¿Y si fuera cierto? La alternativa es que se trata de una loquita. Una loquita que, como me insinuó ayer con suficiente claridad, sólo podrá amarme si ingreso con plena consciencia al ejército de la luz.
Por eso y para horror de familiares, amigos y colegas, vivo aquí, con ella y con la computadora con la que continúo mi trabajo en la Bolsa y navego, con Isabel, por las zonas más demoníacas de la Internet.
1 comentario:
Se nos fue uno de los grandes. Pero a partir de ahora quedará más grabado en la mente de todos los que leímos algún texto de JBA (como solía firmar). Hoy, volveré a leer LA BATALLA DEL CAFÉ(un gran libro) que espero se vuelva a reeditar. Gracias por recordar al maestro,
William Gonzalez
Tacna-PERÚ
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