Algunas veces, me gustaría vivir en un trailer y poder conducir por todas las carreteras posibles y probables. Tener mi vida a cuestas, con sus implementos básicos: una tele sin corriente eléctrica, un reproductor de música, un colchón salvador, todos los libros posibles y probables desparramados sobre algún viejo sillón. Ah, también vales de descuento en gasolineras y una despensa llena de galletas de soda más latas de atún en conserva.
Recuerdo tantas carreteras y me gustaría recorrer tantas otras. Como aquella que alguna vez me conectaba con Nueva York y Toronto (velocidades límites, peajes, música melancólica de Willie Nelson y las Indigo Girls). Aquellas rutas que llevan de Madrid a Lisboa en un santiamén, aquella fabulosa visión de la nieve que te emociona y te duele en las manos cuando las sacas por la ventanilla de una Cherokee, en un viaje de Berlín a Frankfurt. Seguramente, viajar de Buenos Aires al punto mismo del Iguazú, donde la Argentina se une con Paraguay el Brasil, bien vale la pena, a pesar de los dolores de espalda, tan dolientes como la ruta Asunción-Puerto Strossner.
Pero, si volvemos a las carreteras del país, mi chochera siempre será la Panamericana, que permite recorrer la costa y gran parte de la sierra, ir más allá de Piura, yendo con dirección al Ecuador, donde encontrarás al desierto de Sechura, la deshidratación, el silencio, y, corre corre, tal vez salves la vida en Punta Sal. O en Tarma, ciudad pequeñita e incomparable. O le hagas guiños a la carretera central y te emociones un poquito con La Merced, Chanchamayo, Oxapampa y Pozuzo. Y, claro está, nunca dejes de hacer la ruta Chiclayo-Chachapoyas, especial por el paisaje y los abismos bastante pronunciados.
La vida sería mucho más plácida si la carretera que te conecta con Nauta fuera diez veces más larga, aunque no te llevara a ningún lugar, aunque solo te conectara con un río indomable. Porque, estimado lector que no puedes viajar ya que tienes que pagar las cuentas, el verdadero paraíso urbano es esa serpiente de asfalto de la que tantos han comido ilícitamente y unos cuantos más han sido encarcelados (injustamente un puñado, otros con demasiada benevolencia). No hay nada mejor como atravesar ese verde intenso, esos paisajes incomparables, esas lagunas de ensueño (que poco a poco empiezan a ser cercadas, comercializadas y dominadas por el mercantilismo); no hay nada más sublime que mirar las espesas gasas de niebla que deja el amanecer, el sol que te quema a la altura del kilómetro 42, donde una escuelita pública aguarda niños que toman leche del PRONAA y son felices con tal que les tomes fotos digitales y les organices encarnizados cuadrangulares futboleros gracias a la magia de una pelota Viniball.
La carretera que te lleva a aquél lugar del que, irónicamente, todos quieren escapar ahora que tienen una vía al alcance de la mano, posee la lluvia torrencial que te permite descubrir por qué la naturaleza es sabia y por qué los hombres, a veces, somos tan brutos (sino, miren a la reserva Allpahuayo-Mishana, amenazada por el negocio particular de alguien, por el negocio sucio de quien no le importa el mundo ni los demás). Y porque tiene las entradas ideales para que te desvíes a Quistococha (donde el circo de los animales en cautiverio, aprisionados y tristes puede ser aplacado en parte por la majestuosa estela de Tunchi Playa y la sirena imaginaria que bucea dentro de sus aguas). Porque existen pueblos fantasmas como El Varillal, que no son del medio oeste, pero asustan de noche. Gracias a la buenaventura, existen barcitos y restaurantes donde se puede comer rico chicharrón de paiche y tacacho con cecina. Y, afortunadamente, entre las casas de campo y los complejos recreativos de los citadinos, se encuentran, flameantes, las casitas de madera y techo de pona que te ofrecen sus frutos, su humari, su caña, su pijuayo, su rica chambira. Sin duda alguna, Zaragoza te pone a gozar más allá del puente y puedes mirar también la tierra roja, intensa en tus ojos, que te coloca en otra dimensión y porque, a veces, sobre todo cuando no eres un intruso, sino te conviertes en elemento constituyente del entorno puedes escuchar aquellos sonidos espectaculares que no podrás escuchar en otro sitio: el rumor del viento chocando sobre los aguajales, las alimañas oteando entre la hierba, las perlitas que van y vienen en la búsqueda del amor eterno, los grillos que anuncian que ya es de noche y todos debemos dormir.
Las carreteras te demuestran que eres pequeño, que tan solo puedes entregarte a la contemplación y que deberías salir un poco más de la ciudad. Y no necesitas un auto o saber conducir o le tengas un temor reverencial a manejar en el Perú (mírame, sino, cándido lector). No te quedes allí, porque este cuadro es digno de una road movie. Porque las carreteras son la última posibilidad de encontrar aquello que crees. O, por lo menos, encontrarte a ti mismo. Y eso ya vale absolutamente, no solo la pena, sino el trayecto. En las carreteras, por lo menos, siempre encontrarás un escape a todo lo que te agobia. Palabra de viajero.
3 comentarios:
Deliciosísimo Post, digno de tí, Paco.
Fijate, yo quisiera pasarme la vida viajando, y morir en el intento...si tuviera plata, si tuvieramos.
Me ofresco como tu compañera de ruta de manera incondicional.
besos desde Chiclayo.
Lourdes Vásquez.
Yo quiero ser tu copiloto.
Besitos
Hum... creo que quieres hacer llorar a la gente casi decente. Sobre todo cuando uno anda cancelando visitas navideñas, no pues, así no juega Perú. Ya mi mente andaba en ese barrio, y ahora no voy a poder dormir, ¡buahhhh!
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