21 febrero 2007

SILVIO Y YO


Acabo de llegar presuroso de Teleticket del Metro de Higuereta, justo para iniciar esta nueva columna de pasiones heterodoxas y políticamente incorrectas, y me siento relativamente eufórico. Me dolió pagar lo que pagué, justo en esta época de vacas flacas, pero creo que la inversión de butaca VIP, teniendo en cuenta al culpable del sentimiento, vale la pena por mucho. Al fin, Silvio Rodríguez tocará suelo peruano y cantará en concierto, este jueves 22 en el Jockey Plaza. 20 años después (cómo pasa el tiempo)

Conocí por primera vez de los afanes y la poesía musicalizada de Silvio en la academia preuniversitaria. 1995. No puedo decir que era un hombre bohemio ni un revolucionario izquierdoso en ciernes (aunque siempre he mantenido mi rebeldía y pasión características). Dominado en ese entonces por todo el movimiento grunge y sus derivados (desde Nirvana y Pearl Jam hasta Collective Soul y Toad the wet sprocket), fan de las camisas de franela, los walkman y la ropa cool de Alfredo Lewín – the best de los Vj`s de MTV Latino –, sin embargo, en medio del enclaustramiento y las exigencias de mi tutora de la Trener, mientras mi meta máxima era ingresar a la Católica (a punta de puro Letras, porque en números siempre he sido y seré flojonazo), la primera canción que me levantó las orejas, gracias al buen gusto musical de mi amigo Christian Arzapalo, fue Playa Girón: “compañeros de historia, teniendo en cuenta los últimos sucesos..”.

Desde ese momento, no he parado de sentir que había una conexión muy intensa entre la música de Rodríguez y las cosas que he hecho o dejado de hacer, las personas que he conocido y querido, las derrotas dolorosas que me ha tocado experimentar, los golpes que da la vida o el descubrimiento que vale la pena vivir siendo como uno es; entre la búsqueda de la justicia – la cual, escúchenlo bien quienes creen lo contrario, jamás tendrá ideología -; pero sobre todo en la persecución constante de la utopía, esa que es agua desparramándose constantemente a través de los dedos.

Porque, gracias a Silvio, recuerdo viajes, amigos, amores; al patio y la cafetería de Letras de la Católica; los libros que leí, emocionado, en bibliotecas o tirado sobre el jardín de la facultad de Teología. Porque recuerdo a Milanés, Sabina y los que llegaron después. Porque recuerdo a Tito, Cecilia y la China Patty; también el mar, la playa solitaria, el baile autista de Iquitos el 96. Porque recuerdo, sin duda, a Arequipa el 2003 y porque más de una vez he sido muerto de la felicidad de otros. Porque recuerdo todas las películas que miré en televisores ajenos, en cines-arte, en funciones semivacías. Porque recuerdo mi walkman Sony y mis días en que desayunaba y cenaba invariablemente Toor-tees picante y Pepsi Light; cuando mi almuerzo era un menú chifa de 5 soles; cuando aún creía que se podía derrumbar a una potencia como Francia con sólo enrostrarle sus pruebas nucleares en Mururoa, con sólo ir a protestar al frente de su embajada; como cuando éramos nos enfrentábamos a los palos y los gases lacrimógenos de los esbirros de Montesinos, mientras le gritábamos “dictador” a Fujimori. Porque recuerdo a Ernesto Cardenal paseando por el malecón de Iquitos, mirando imperturbable el río Amazonas. Porque recuerdo a mi entrañable amigo Igor Panduro y recuerdo a Claudia expresando la esperanza que emerge del dolor en “Blancura”. Porque recuerdo el amanecer y el atardecer, siempre...

Es imposible no guardarle gratitud a alguien que ha sido la voz incesante de tu alma. Aún ahora, cuando me acerco peligrosamente a los treinta, sigo emocionándome cuando escucho Ojalá, te doy una canción, La familia, la propiedad privada y el amor; El necio, El mayor, Canción del elegido, Pequeña serenata diurna, Testamento, Eva y tantas otras canciones que han sido la banda sonora de una buena parte de mi existencia. Silvio, en definitiva, ha hecho mi vida menos mala de lo que podría haber pensado alguna vez que lo era. Ahora, lo tendré frente a frente, y aunque le podría reprochar que siga apoyando al tiranosaurio que gobierna su patria o sus inconstancias creativas, caray, a un ser humano que te ha dado tanto, que ha sido ciertamente un faro ideológico y afectivo, a ese hombre no puedes reprocharle nada, absolutamente nada. Sólo, simplemente, retribuirle con tu eterna gratitud.

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