24 febrero 2007

HOTELES


Fuiste tú quien me hizo volar y enloquecer, si estás dispuesto a volver/ ven a mí que aquí te esperaré, canta Olga Tañón en un reproductor de Mp3. Volver, pienso, nunca es una imposición, sólo una opción en la que no tienen injerencia más que tus sueños y deseos. Es como ver la vida desde una cápsula de cristal, aséptica, oxigenada, pero al mismo tiempo distante, marginal. El contrapunto exacto de este sueño disuelto por los acontecimientos se encuentra navegando con buena salud en los hoteles.

En los hoteles uno siente que el mundo es una estructura de metal, concreto, pintura y armonías diferentes. Espacios paralelos, incontaminados por la intrínseca fealdad de los alrededores. Son los suburbios de la inconstancia, el carrusel de la evasión. En los hoteles te acostumbran a sentirte a bien, a ser bien tratado, a mimarte con pequeños detalles que, a veces, a tu novia o a tu mamá se le pasan adredemente.

Pero los hoteles también son dueños de una moral impecable: el que puede pagar, que asuma su propio relax, con accesorios y guarniciones incluidas. Ellos son sólo intermediarios entre los caprichos y las satisfacciones, de acuerdo al nivel del servicio, las estrellas pegadas en su cartelito acrílico que permite distinguirlos (como si no fuéramos suficientemente perspicaces para darnos cuenta) y las vicisitudes sociales del lugar donde te vas a alojar. Un hotel cinco estrellitas ubicado en el downtown de Iquitos nunca va a poder competir con, por ejemplo, un hotel cinco estrellas ubicado en el downtown de Quito (a pesar de que entre uno y otro hay una diferencia meramente terminológica de dos letras).

A un grueso de la población nos suelen asustar las luces mortecinas, la música incidental estilo-Supermercados, los cristales separadores de espacios y estratos socioeconómicos, como si fuera un disco duro inserto en nuestra cabeza adicta a los hospedajes de a luca (con su papel higiénico rosado y su camita crujiente), los bailongos al paso y los tamalitos comidos arrimadamente en los inmortales Agachaditos. Allí también se disuelve un asunto de mentalidad, que mi amiga la Tañón no es capaz de explicarme, mientras el motocarro mueve con el viento mi ejemplar de Pro & Contra con los menús del día y me transporta al más más de la city, al de espíritu three-stars, al mejor de estos fastos, al nunca bien ponderado Dorado Plaza.

Que quede bien claro: Cuando usas el rotulo “Plaza” en tu denominación de origen, en tu marca, siempre vas a tener los ojos del planeta titilando en el frontis de tu local. Como antes el Holiday Inn y el Hotel de Turistas (o Entur Perú) movían su propia rola y se colocaban en el primer lugar de las preferencias, aquí también hay una obvia supremacía.

Pero, no nos engañemos, las diferencias saltaban a la vista. Y también saltan ahora, que se nota la ausencia del Holiday Inn, un universo personal en el cual cualquiera podría perderse, y la ciudad podía incendiarse y tú te olvidabas de ello porque tenías tu piscina olímpica, tu discoteca de moda, tu gran estacionamiento, tu comida de primer nivel, tus habitaciones de ensueño y un lobby de espectacular, en el cual te comunicabas sólo con el verde inmenso del día, antes que el paisaje adquiriese el blanco-rata de las paredes del colegio Chorpus Christi y las invasiones de los terrenos de Mariano Loo y los nuevos asentamientos humanos que la necesidad le arrebató al placer.

Pero, bueno, bien dicen vivir pensando en el pasado es muy pesado. Y en cuanto a lo que actualmente tenemos al alcance de la mano, el que más salta a la vista es el Plaza, hermano atrevido y bacán del Dorado chico, ubicado una cuadra más abajo, en la tercera de Napo. Aunque la decoración es atractiva, el gran problema del Plaza es su aspecto de haberle ganado a como dé lugar espacios al espacio, valga la redundancia. Se percibe el afán claustrofóbico del terreno y el arquitecto que realizó el diseño pudo haber aprovechado mejor espacios como un estacionamiento que necesita a gritos, los espejos de las habitaciones que miran a la Plaza de Armas o la puerta falsa que comunica con la calle Nauta. Mal, además, por pretender cobrar por el servicio de piscina aún cuando se consuma en forma considerable. De todos modos, este simpático hotel tiene un lobby agradable, una atención de primera en cuanto a botones y ayudantes, un servicio de comidas interesante (aunque caro), un barcito chiquito pero surtido, y una atención de mozos especialistas en dejarle la espuma exacta al vaso cuando sirven el refresco de camu-camu que vale la pena. Primer lugar indiscutido en Iquitos.

Sin embargo, hay lugares en los cuales es impensable no pensar al momento de pensar en los alojamientos predilectos de la ciudad. Con el paso del tiempo, creo que el Marañón, ubicado en la segunda cuadra de Nauta ha logrado un importante ascenso, sobre todo por la eficientísima atención y ciertos detalles. El lobby no es demasiado apreciable, lo mismo que se podría mejorar un restaurant, pero al fin y al cabo dentro el cliente se siente como en casa. Del Victoria Regia rescato sin dudar su Café-Bar, con algunos detalles retro que se agradecen y algunos cuadros de la colección particular de la familia Acosta que bien valen la pena su contemplación, aunque he notado cierta dejadez últimamente en su atención del cliente que podría ser redireccionada en la línea clásica y tradicional. El Hotel Real se esmera, pero aún su legado es demasiado pesado como para superarlo. El Safari, refaccionado y redimensionado, es una alternativa que recomendamos y está cerca al Boulevard, aunque, para pretender ser un tres estrellas podría pensar en tener una piscinita, aunque sea en el techo. El Anaconda, por su parte suple con ingenio sus limitaciones y se convierte en una buena segunda opción. El Royal Inn, por su parte, tiene una atención agradable y un servicio de restaurant que mira a la Plaza 28 de Julio con cierta arrogancia y vale la pena su contemplación.

Me gustan los hoteles porque creo que son el último refugio de tranquilidad y calma, así como un espacio que, potenciado y tratado con creatividad, puede servir para salvar la ilusión de que ciertas cosas son como deberían ser en nuestra mente y nuestra emoción. Tener luces que brillen encima de nuestra cabeza siempre estimula, te hace sentir importante, te da la dignidad que a veces pierdes entre tanta cotidianidad. Aunque quienes han podido acumular cierto kilometraje viviendo en hoteles saben que no existe el perfecto (porque el único lugar que tiene todas las estrellas a disposición es el Cielo, Fuguet dixit), también saben que de vez en cuando es muy bueno saber que aquí, en la Terra Nostra, también hay un espacio para el gozo en algún espacio con sabor a aromatizador, aire acondicionado y una toalla limpia esperando victoriosa el desplante humano sobre la cama de dos plazas.

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