La rebelión consiste
en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
(Alejandra Pizarnik)
Seis de la tarde, día cualquiera, algún lugar de Iquitos. Muchachos y muchachas se reúnen en torno al atardecer, forman grupos compactos, discuten hasta la asfixia de temas que cambiarán el rumbo de la historia. Tienen dieciocho, diecinueve, algunos aún no han llegado a obtener su Documento Nacional de Identidad, visten de equivocaciones (casual). Algunos ni fuman, casi no toman alcohol, les dicen imberbes con toda la razón del mundo. Ellos ni se inmutan; discuten furiosamente y buscan un café-bar donde beberse una gaseosa.
La mancha piensa en escribir novelas espectaculares, sobre anécdotas hiperrealistas o tratados de filosofía; piensan en formar grupos de rock que arrasen en los pubs mientras rasgan imaginariamente las cuerdas de una guitarra; sueñan con protagonizar la vida del héroe justiciero que destruye al monstruo grande que pisa fuerte y convierte a la sociedad en una instancia perfecta. Los muchachos y muchachas piensan en el colegio, que no les enseñó lo mejor de la vida: en las calles se aprende todo ello. Las madres esperan con el vaso de leche y la comida caliente en casa/los chicos no lloran, sólo saben soñar (Miguel Bosé dixit).
Dirán que la política es un oficio para egoístas, hipócritas y vanidosos, y señalarán con el dedo a la Municipalidad, el Congreso, el Palacio de Justicia (“cuenta cuando en plena sesión solemne les dijiste corruptos a los políticos”, me reiterarán con la sonrisa ingenua propia de su edad). Pero también hablaremos de cine: ¿”Romeo debe morir” o “Corre, Lola, corre” para alquilarla mañana? Yo replico: mejor “Amores Perros” o “Todo sobre mi madre”. Pero igual, terminaremos viendo “Matrix” por décimo segunda vez consecutiva, con pop corn y Coca Cola incluidos.
Entonces, mientras ellos sueñen con casas grandes donde puedan explorar las posibilidades de la cultura, mientras repudien permanentemente la corrupción, los vladivideos, el statu quo (“el stablishment ha abandonado a las provincias, las ha condenado a ser unas aldeas exóticas a las que se puede llegar sólo en avión”, sentencia la chica del grupo, con palabras sentidas), mientras pongan el dedo en la llaga y sientan asqueados cómo esa pus brota incesantemente, sabremos que la juventud nuevamente comienza a tomar las riendas, se subirá a la bestia con los ojos fijos, la mirada de los poseedores de la verdad que salen a las calles a protestar por todas las rapacerías de los mayores. Entonces uno entenderá el horror a la miasma; Gonzáles Prada hablará después de muerto, “los viejos a la tumba y los jóvenes a la obra” regresará a sus oídos como una letanía perpetua.
La nueva generación, luego de una breve ausencia, regresará adolescente, con su sonrisa de claveles, sus mapas de Europa y el dedo en el gatillo. Volverá con su noble corazón y su espíritu indomable. Y de alguna manera su voz resonará atronadoramente. La nueva generación mirará con asco los poemas rotos, la impunidad, la justicia despedazada por aquellos que ahora consideran que los delitos son simples “pecados” (¿Dónde está la iglesia, por Dios?, exclama uno de los rebeldes/Monseñor Cipriani ya dio su veredicto/Miles pueblan las cárceles por robar una gallina para mitigar su hambre/¿No hay justicia en este mundo, por Dios?). Ellos serán esos ojos de testigo que miran en la oscuridad y escudriñan las fechorías de quienes pretenden representarlos y las condenan sin ambages. Se reunirán en torno a siglas que, cada cual más colorida, cada cual más radical, cada cual más exótica, sacarán a pasear, y flamearán su bandera, esparcirán las cenizas de la bestia negra.
Se proclamarán izquierdistas, liberales, apolíticos, jóvenes en suma, buscarán romper con Paul Nizan, soñarán con tener veinte en Mayo del 68’, a lo mejor creerán verse retratados en “Al final de calle”, “Los inocentes”,”La ciudad y los perros” (“Seré el Jaguar”, me dice el más heavy/metálico, su jean roto y su polo con la cara de Eddie Veder de Peral Jam. Yo observo su ingenuidad y pienso en cambio en el antihéroe de “Conversación en la catedral”, Zavalita: jodido también). Estos chicos desconfiarán de todo. Soñarán, como Lucho La Hoz, con escapar del colegio, huir de las matemáticas, no permitir que les pongan uniformes. Y se irán al Sur, en el peor de los casos (o al Norte, en lo peor de la recesión y la falta de trabajo), y quizás no regresen.
Los que sobran se unirán al baile del grupo Los Prisioneros, razonarán, se convertirán en hombres en medio de la pobreza, las enfermedades y la desesperanza. Pensarán en conocimiento, justicia y solidaridad, y acaso también piensen en discotecas, bares, fiestas (acaso también son jóvenes). Acaso estrujen su furioso corazón y derramen más de una lágrima, acaso la sangre de sus venas fluya aceleradamente y pretenda salírseles por los poros. No se rendirán y tendrán el orgullo de afirmar que no son encajados, que son chicos que crecieron en medio de la descomposición de un sistema y sobrevivieron, a duras penas, jalando cadenas, expiando culpas, remando a contracorriente. Uno de ellos, el Loquito, me muestra un poema de Allen Ginsberg, titulado “América”, y lo parafrasea sin clemencia: “Perú, te lo he dado todo y ahora no tengo nada”.
Pero, aún así, la vida seguirá su curso. Se hace de noche y aquel lugar de la ciudad se ha amodorrado, cansado. La noche se cubre de luces de neón y aromas diversos (perfumes, cerveza, deseo). Los rebeldes, exhaustos, recogerán sus libros extraños (“mañana te presto el último de Javier Marías/y yo el de Patti Smith”), su música, sus anécdotas fílmicas, sus denuestos contra el orden establecido, su mirada profunda, sus ojos transparentes, su amor despiadado.
en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
(Alejandra Pizarnik)
Seis de la tarde, día cualquiera, algún lugar de Iquitos. Muchachos y muchachas se reúnen en torno al atardecer, forman grupos compactos, discuten hasta la asfixia de temas que cambiarán el rumbo de la historia. Tienen dieciocho, diecinueve, algunos aún no han llegado a obtener su Documento Nacional de Identidad, visten de equivocaciones (casual). Algunos ni fuman, casi no toman alcohol, les dicen imberbes con toda la razón del mundo. Ellos ni se inmutan; discuten furiosamente y buscan un café-bar donde beberse una gaseosa.
La mancha piensa en escribir novelas espectaculares, sobre anécdotas hiperrealistas o tratados de filosofía; piensan en formar grupos de rock que arrasen en los pubs mientras rasgan imaginariamente las cuerdas de una guitarra; sueñan con protagonizar la vida del héroe justiciero que destruye al monstruo grande que pisa fuerte y convierte a la sociedad en una instancia perfecta. Los muchachos y muchachas piensan en el colegio, que no les enseñó lo mejor de la vida: en las calles se aprende todo ello. Las madres esperan con el vaso de leche y la comida caliente en casa/los chicos no lloran, sólo saben soñar (Miguel Bosé dixit).
Dirán que la política es un oficio para egoístas, hipócritas y vanidosos, y señalarán con el dedo a la Municipalidad, el Congreso, el Palacio de Justicia (“cuenta cuando en plena sesión solemne les dijiste corruptos a los políticos”, me reiterarán con la sonrisa ingenua propia de su edad). Pero también hablaremos de cine: ¿”Romeo debe morir” o “Corre, Lola, corre” para alquilarla mañana? Yo replico: mejor “Amores Perros” o “Todo sobre mi madre”. Pero igual, terminaremos viendo “Matrix” por décimo segunda vez consecutiva, con pop corn y Coca Cola incluidos.
Entonces, mientras ellos sueñen con casas grandes donde puedan explorar las posibilidades de la cultura, mientras repudien permanentemente la corrupción, los vladivideos, el statu quo (“el stablishment ha abandonado a las provincias, las ha condenado a ser unas aldeas exóticas a las que se puede llegar sólo en avión”, sentencia la chica del grupo, con palabras sentidas), mientras pongan el dedo en la llaga y sientan asqueados cómo esa pus brota incesantemente, sabremos que la juventud nuevamente comienza a tomar las riendas, se subirá a la bestia con los ojos fijos, la mirada de los poseedores de la verdad que salen a las calles a protestar por todas las rapacerías de los mayores. Entonces uno entenderá el horror a la miasma; Gonzáles Prada hablará después de muerto, “los viejos a la tumba y los jóvenes a la obra” regresará a sus oídos como una letanía perpetua.
La nueva generación, luego de una breve ausencia, regresará adolescente, con su sonrisa de claveles, sus mapas de Europa y el dedo en el gatillo. Volverá con su noble corazón y su espíritu indomable. Y de alguna manera su voz resonará atronadoramente. La nueva generación mirará con asco los poemas rotos, la impunidad, la justicia despedazada por aquellos que ahora consideran que los delitos son simples “pecados” (¿Dónde está la iglesia, por Dios?, exclama uno de los rebeldes/Monseñor Cipriani ya dio su veredicto/Miles pueblan las cárceles por robar una gallina para mitigar su hambre/¿No hay justicia en este mundo, por Dios?). Ellos serán esos ojos de testigo que miran en la oscuridad y escudriñan las fechorías de quienes pretenden representarlos y las condenan sin ambages. Se reunirán en torno a siglas que, cada cual más colorida, cada cual más radical, cada cual más exótica, sacarán a pasear, y flamearán su bandera, esparcirán las cenizas de la bestia negra.
Se proclamarán izquierdistas, liberales, apolíticos, jóvenes en suma, buscarán romper con Paul Nizan, soñarán con tener veinte en Mayo del 68’, a lo mejor creerán verse retratados en “Al final de calle”, “Los inocentes”,”La ciudad y los perros” (“Seré el Jaguar”, me dice el más heavy/metálico, su jean roto y su polo con la cara de Eddie Veder de Peral Jam. Yo observo su ingenuidad y pienso en cambio en el antihéroe de “Conversación en la catedral”, Zavalita: jodido también). Estos chicos desconfiarán de todo. Soñarán, como Lucho La Hoz, con escapar del colegio, huir de las matemáticas, no permitir que les pongan uniformes. Y se irán al Sur, en el peor de los casos (o al Norte, en lo peor de la recesión y la falta de trabajo), y quizás no regresen.
Los que sobran se unirán al baile del grupo Los Prisioneros, razonarán, se convertirán en hombres en medio de la pobreza, las enfermedades y la desesperanza. Pensarán en conocimiento, justicia y solidaridad, y acaso también piensen en discotecas, bares, fiestas (acaso también son jóvenes). Acaso estrujen su furioso corazón y derramen más de una lágrima, acaso la sangre de sus venas fluya aceleradamente y pretenda salírseles por los poros. No se rendirán y tendrán el orgullo de afirmar que no son encajados, que son chicos que crecieron en medio de la descomposición de un sistema y sobrevivieron, a duras penas, jalando cadenas, expiando culpas, remando a contracorriente. Uno de ellos, el Loquito, me muestra un poema de Allen Ginsberg, titulado “América”, y lo parafrasea sin clemencia: “Perú, te lo he dado todo y ahora no tengo nada”.
Pero, aún así, la vida seguirá su curso. Se hace de noche y aquel lugar de la ciudad se ha amodorrado, cansado. La noche se cubre de luces de neón y aromas diversos (perfumes, cerveza, deseo). Los rebeldes, exhaustos, recogerán sus libros extraños (“mañana te presto el último de Javier Marías/y yo el de Patti Smith”), su música, sus anécdotas fílmicas, sus denuestos contra el orden establecido, su mirada profunda, sus ojos transparentes, su amor despiadado.
Irán por distintas rutas –no todos los caminos conducen al hogar- y se prometerán mutuamente seguir cambiando al mundo desde una baranda del boulevard mañana a esta misma hora. Se despedirán de mí, que intuyo borrosamente el futuro, y entonces, mientras los veo alejarse y perderse en el horizonte, me diré mentalmente que gracias a estos nefelíbatas tenemos futuro y que esta decepcionante historia que hemos experimentado durante tiempo bien se merece un punto negro-punto aparte-punto final.
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