Algunos indicios nos señalan que el nuevo gobierno de Alan García no será peor que el primero. Ha tratado al menos de meditar algunos aspectos que en la vorágine de su transmisión de mando de 1985 le hubierna importado muy poco, como la confomación de un gabinete ministerial pluralista-equilibrado o el compromiso de mantener los lineamientos principales de una política económica moderada.
Una cosa es lanzar críticas destempladas al modelo gubernamental cuando se ve el partido desde la tribuna VIP - como claramente acometió García en la campaña electoral – y otra, muy distinta, jugar su propio partido con las reglas ya marcadas en el césped sintético. El presidente electo sabe que Alejandro Toledo no lo hizo mal en ese aspecto, aún cuando muchos de sus planes y proyectos quedaron varados en el camino, afectados por su impopularidad o por su inconsistencia práctica y/o material.
García no es un político improvisado (aún cuando sea un estadista poco riguroso y la mayoría de veces incoherente). Sabe que le va a tocar un escenario relativamente calmado en el aspecto macroeconómico, pero va a tener que lidiar con el escenario social. No se descarta un clima de turbulencia, azuzado básicamente por las fuerzas políticas radicales, pero también por la población que ahora siente que está en el deber de exigirle a alguien que cometió una catástrofe mayúscula los costos que significa darle una nueva oportunidad. García no disfrutará la fugaz luna de miel de Toledo, mucho menos la de Valentín Paniagua. Desde el saque, jugará en un terreno que conoce bien, pero cuya composición ha cambiado radicalmente su estado de ánimo.
Obviamente, más allá de todos los escándalos y las omisiones que el saliente gobierno dejó pasar, García sabe también que la valla con que se le medirá en comparación con su antecesor es alta (de ahí que Toledo esté dejando el mandato con la mayor popularidad que ha tenido un presidente peruano en casi cuatro décadas). Y hay cosas que no pueden ser desmontadas, por más que sean asociadas políticamente con intereses ajenos, tales como los programas Techo Propio, Mivivienda o la firma del TLC con Estados Unidos (medidas que algún momento pasaron por controvertidas, pero cuya necesidad y popularidad hacen palidecer a los agitadores violentintas aupados dentro de la pandilla-horda-partido de Ollanta Humala).
En líneas generales, desconfío mucho de lo que pueda hacer García y su partido a favor de la sanidad económica del país. Tenemos la infame experiencia de los ochenta y una larga tradición de clientelismo y sectarismo que no desaparecen de la noche a la mañana. Sin embargo, hay que estar seguros también que esta vez el humor de la opinión público no va a ser flemático ni muy comprensivo. El APRA recibe un país más o menos enrumbado, al cual debe reactivar y dotar de institucionalización, de justicia constante de condiciones de salud y educación dignas y una bonanza que se refleje en la mesa popular. El nuevo presidente, en ese sentido, está condenado a no errar.
Una cosa es lanzar críticas destempladas al modelo gubernamental cuando se ve el partido desde la tribuna VIP - como claramente acometió García en la campaña electoral – y otra, muy distinta, jugar su propio partido con las reglas ya marcadas en el césped sintético. El presidente electo sabe que Alejandro Toledo no lo hizo mal en ese aspecto, aún cuando muchos de sus planes y proyectos quedaron varados en el camino, afectados por su impopularidad o por su inconsistencia práctica y/o material.
García no es un político improvisado (aún cuando sea un estadista poco riguroso y la mayoría de veces incoherente). Sabe que le va a tocar un escenario relativamente calmado en el aspecto macroeconómico, pero va a tener que lidiar con el escenario social. No se descarta un clima de turbulencia, azuzado básicamente por las fuerzas políticas radicales, pero también por la población que ahora siente que está en el deber de exigirle a alguien que cometió una catástrofe mayúscula los costos que significa darle una nueva oportunidad. García no disfrutará la fugaz luna de miel de Toledo, mucho menos la de Valentín Paniagua. Desde el saque, jugará en un terreno que conoce bien, pero cuya composición ha cambiado radicalmente su estado de ánimo.
Obviamente, más allá de todos los escándalos y las omisiones que el saliente gobierno dejó pasar, García sabe también que la valla con que se le medirá en comparación con su antecesor es alta (de ahí que Toledo esté dejando el mandato con la mayor popularidad que ha tenido un presidente peruano en casi cuatro décadas). Y hay cosas que no pueden ser desmontadas, por más que sean asociadas políticamente con intereses ajenos, tales como los programas Techo Propio, Mivivienda o la firma del TLC con Estados Unidos (medidas que algún momento pasaron por controvertidas, pero cuya necesidad y popularidad hacen palidecer a los agitadores violentintas aupados dentro de la pandilla-horda-partido de Ollanta Humala).
En líneas generales, desconfío mucho de lo que pueda hacer García y su partido a favor de la sanidad económica del país. Tenemos la infame experiencia de los ochenta y una larga tradición de clientelismo y sectarismo que no desaparecen de la noche a la mañana. Sin embargo, hay que estar seguros también que esta vez el humor de la opinión público no va a ser flemático ni muy comprensivo. El APRA recibe un país más o menos enrumbado, al cual debe reactivar y dotar de institucionalización, de justicia constante de condiciones de salud y educación dignas y una bonanza que se refleje en la mesa popular. El nuevo presidente, en ese sentido, está condenado a no errar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario