24 candidatos se presentan en estas elecciones generales para presidente de la república. 24, como una gran diáspora de ciudadanos dispuestos a tomar por asalto el Palacio de Gobierno, como si la individualidad garantizara la calidad para el desempeño de la función pública.
Debemos decir que esa avalancha de listas presidenciales, en vez de generar una fiesta democrática, lo único que mantiene es la sensación que la voracidad de los políticos por acceder al poder. Una orgía democrática, como podrían señalar algunos analistas. Y, definitivamente, desde el regreso a la institucionalidad en 1980, luego de la nefasta dictadura militar de los setenta, no se había contabilizado tamaño número de candidatos.
Dirán muchos que esto no es más que el apuntalamiento de las candidaturas de aventureros y de personas que creen que por sí mismas pueden crear una verdadera solidez que haga gobernable al Perú. Al advenimiento de candidaturas de outsiders y avezados tratantes de la política (como quien parece que ahora lidera las encuestas, por obra y gracias del pueblo peruano), se suma el de funcionarios y autoridades fracasadas en pasadas gestiones, candidatos pitufos y versiones exóticas de opciones retrógradas, o insuficientes para el país.
Claro, 24 es el número de la inmadurez de los candidatos, de su probada incapacidad para tender puentes de diálogo, para generar coincidencias de planes de gobierno, para tender puentes que hagan más fácil la gobernabilidad y para no generar la dispersión de las alternativas y de los lineamientos básicos que no desanden lo recuperado en estos últimos tiempos. 24 representa el egoísmo, el cinismo y la frivolidad de la clase política, finalmente su manifiesta inmadurez para asumir con grandeza que el Perú no es un botín particular.
Debemos decir que esa avalancha de listas presidenciales, en vez de generar una fiesta democrática, lo único que mantiene es la sensación que la voracidad de los políticos por acceder al poder. Una orgía democrática, como podrían señalar algunos analistas. Y, definitivamente, desde el regreso a la institucionalidad en 1980, luego de la nefasta dictadura militar de los setenta, no se había contabilizado tamaño número de candidatos.
Dirán muchos que esto no es más que el apuntalamiento de las candidaturas de aventureros y de personas que creen que por sí mismas pueden crear una verdadera solidez que haga gobernable al Perú. Al advenimiento de candidaturas de outsiders y avezados tratantes de la política (como quien parece que ahora lidera las encuestas, por obra y gracias del pueblo peruano), se suma el de funcionarios y autoridades fracasadas en pasadas gestiones, candidatos pitufos y versiones exóticas de opciones retrógradas, o insuficientes para el país.
Claro, 24 es el número de la inmadurez de los candidatos, de su probada incapacidad para tender puentes de diálogo, para generar coincidencias de planes de gobierno, para tender puentes que hagan más fácil la gobernabilidad y para no generar la dispersión de las alternativas y de los lineamientos básicos que no desanden lo recuperado en estos últimos tiempos. 24 representa el egoísmo, el cinismo y la frivolidad de la clase política, finalmente su manifiesta inmadurez para asumir con grandeza que el Perú no es un botín particular.
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