Por: Gino Ceccarelli
Miguel B. Y el "gordo" Ponte, eran amigos desde la infancia. Limeños y criollazos, nunca vivieron a más de cien metros, se veían casi todos los días, se visitaban con mucha frecuencia y eran compañeros de mil y una aventuras. Una amistad de acero de cuarenta años.
El "gordo" Ponte, se casó un poco mayorcito, cuando nació su hija estuvo tan feliz que se pegó una borrachera de dos meses. Es evidente que el padrino elegido no podía ser otro que su "hermano" Miguel.
Cuando la niña iba a cumplir su primer añito, el padrino le dijo al gordo: "¡yo mismo soy!", "No te preocupes compadre, yo me encargo de todo: regalos, torta, orquesta, payasos, piñata, mozos, buffet, fotógrafo, filmaciones, gaseosas, refrescos y harto trago para la fiesta. Tú invita a todo el mundo, los gastos corren por mi cuenta. Ese día yo llego con todo" sentenció. El gordo infló el pecho de alivio y de orgullo por tener un compadre fuera de serie.
Llegó el día del cumpleaños. Los Ponte, en la víspera, se pasaron toda la noche limpiando y arreglando la casa para que los doscientos invitados puedan estar cómodos y se lleven una buena imagen. A las tres de la tarde empezaron a llegar familias enteras, a las cuatro, la casa y el patio estaban repletos de gente. Niños de todas las edades gritaban, corrían y jugaban atropellando todo lo que encontraban a su paso mientras que sus padres se distraían conversando, esperando el primer trago.
¿Y el padrino y sus promesas? Se preguntará usted amigo lector. Ni rastros. El gordo Ponte no se despegaba de su teléfono celular, nervioso y sudando trataba de ubicar a su compadre y gran amigo de toda la vida. Llamó a su casa, a todos los conocidos, familiares y amigos comunes para tratar de encontrar a Miguel, mientras que su esposa, incómoda de no poder ofrecer nada, sólo atinaba a saludar y sonreír bobamente a las visitas que no entendían lo que estaba pasando.
A las cinco de la tarde la situación se puso crítica. Nadie sabía nada del padrino y como es lógico, tampoco había torta, ni payasos, ni músicos, ni fotos, ni gaseosas, ni tragos, ni piñata, ni regalos, ni buffet, ni siquiera gelatina.
El gordo tuvo que salir corriendo a la bodega de la esquina a comprar gaseosas para más de cien niños que pedían algo para beber. Se llevó también Chizitos, chips y otras cochinadas para llenarles la panza, un panetón que ofició de torta y consiguió una caja de cartón grande donde se metió y del que salió gritando "¡El regalo soy yo!", "¡Japiverdey!", finalmente -muerto de vergüenza- tuvo que hacer una colecta entre los padres de familia para poder comprar algunas cervezas.
Esa noche el gordo lloró de rabia y de vergüenza. Su gran hermano le había fallado. Eso jamás se lo hubiera imaginado.
Al día siguiente tampoco tuvo noticias del compadre. Fue al tercer día que apareció Miguel, tocó el timbre de la casa (relajado y silbando) y cuando el gordo abrió la puerta y vio a "su compadre" (en realidad veía una cucaracha) levantó los brazos en ademán de querer ahorcarlo y le gritó: "¡Eres una basura!" "¡¿Cómo te has atrevido a hacerle esto a mi hijita, sobre todo en su primer cumpleaños?!" Miguel lo miró extrañado y levantando una ceja le contestó: "aguanta el carro compadre ¿Y quién crees que le pagará la universidad?"
Miguel B. Y el "gordo" Ponte, eran amigos desde la infancia. Limeños y criollazos, nunca vivieron a más de cien metros, se veían casi todos los días, se visitaban con mucha frecuencia y eran compañeros de mil y una aventuras. Una amistad de acero de cuarenta años.
El "gordo" Ponte, se casó un poco mayorcito, cuando nació su hija estuvo tan feliz que se pegó una borrachera de dos meses. Es evidente que el padrino elegido no podía ser otro que su "hermano" Miguel.
Cuando la niña iba a cumplir su primer añito, el padrino le dijo al gordo: "¡yo mismo soy!", "No te preocupes compadre, yo me encargo de todo: regalos, torta, orquesta, payasos, piñata, mozos, buffet, fotógrafo, filmaciones, gaseosas, refrescos y harto trago para la fiesta. Tú invita a todo el mundo, los gastos corren por mi cuenta. Ese día yo llego con todo" sentenció. El gordo infló el pecho de alivio y de orgullo por tener un compadre fuera de serie.
Llegó el día del cumpleaños. Los Ponte, en la víspera, se pasaron toda la noche limpiando y arreglando la casa para que los doscientos invitados puedan estar cómodos y se lleven una buena imagen. A las tres de la tarde empezaron a llegar familias enteras, a las cuatro, la casa y el patio estaban repletos de gente. Niños de todas las edades gritaban, corrían y jugaban atropellando todo lo que encontraban a su paso mientras que sus padres se distraían conversando, esperando el primer trago.
¿Y el padrino y sus promesas? Se preguntará usted amigo lector. Ni rastros. El gordo Ponte no se despegaba de su teléfono celular, nervioso y sudando trataba de ubicar a su compadre y gran amigo de toda la vida. Llamó a su casa, a todos los conocidos, familiares y amigos comunes para tratar de encontrar a Miguel, mientras que su esposa, incómoda de no poder ofrecer nada, sólo atinaba a saludar y sonreír bobamente a las visitas que no entendían lo que estaba pasando.
A las cinco de la tarde la situación se puso crítica. Nadie sabía nada del padrino y como es lógico, tampoco había torta, ni payasos, ni músicos, ni fotos, ni gaseosas, ni tragos, ni piñata, ni regalos, ni buffet, ni siquiera gelatina.
El gordo tuvo que salir corriendo a la bodega de la esquina a comprar gaseosas para más de cien niños que pedían algo para beber. Se llevó también Chizitos, chips y otras cochinadas para llenarles la panza, un panetón que ofició de torta y consiguió una caja de cartón grande donde se metió y del que salió gritando "¡El regalo soy yo!", "¡Japiverdey!", finalmente -muerto de vergüenza- tuvo que hacer una colecta entre los padres de familia para poder comprar algunas cervezas.
Esa noche el gordo lloró de rabia y de vergüenza. Su gran hermano le había fallado. Eso jamás se lo hubiera imaginado.
Al día siguiente tampoco tuvo noticias del compadre. Fue al tercer día que apareció Miguel, tocó el timbre de la casa (relajado y silbando) y cuando el gordo abrió la puerta y vio a "su compadre" (en realidad veía una cucaracha) levantó los brazos en ademán de querer ahorcarlo y le gritó: "¡Eres una basura!" "¡¿Cómo te has atrevido a hacerle esto a mi hijita, sobre todo en su primer cumpleaños?!" Miguel lo miró extrañado y levantando una ceja le contestó: "aguanta el carro compadre ¿Y quién crees que le pagará la universidad?"
2 comentarios:
jajajajaja con ese padrino, ni esperanzas de que estudie siquiera en una academia la pobre criatura.
Se te agradece, Gino.
jajaja... buena del gordo Ponte su pata le dio una buena lección de no evadir responsabilidades.
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