14 junio 2008

Los llullamperos de Ginebra

Por: Gino Ceccarelli.



Detuve el auto en el semáforo de la esquina del Boulevard de Belleville y la rue Tlencem, a pocas cuadras de mi casa. Al lado izquierdo también paró una camioneta blanca que sin razón aparente empezó a tocar el claxon. Cuando miré el impertinente que hacía ruido por gusto, vi a Héctor Wong en el volante que me hacía señas para estacionarnos. Quería decirme algo.

Héctor, iquiteño como yo, vivía en París desde hacía ya una década y se ganaba la vida importando productos peruanos como cervezas, Inka Kola, Sublime, condimentos y otros, que vendía a algunas tiendas, restaurantes y bares peruanos y latinoamericanos.

-¡Hola paisano!- me dijo abrazándome -¿cómo va la pintura?

Me contó que también estaba vendiendo sus productos en Ginebra (Suiza), que le estaba yendo bien y quería regalarme una caja de chelas.

Hablamos un poco de todo y en algún momento de la conversación recordamos la comida loretana.

-¿No extrañas nuestros platos?- preguntó.
-Por supuesto que sí- le dije -pero por sobre todo extraño nuestro delicioso ají charapita.
-¿En serio? ¿Sabías que en Ginebra hay un pata que se llama Fan (Juan), tiene un restaurante que le puso “Amazonía" y que él trae ají charapíta para sus platos?

Nos despedimos. Era Agosto, hacía calor en París y yo tenía ganas de salir de la ciudad. La tentación de ir a Ginebra para pasear un poco y conseguir nuestro delicioso ají empezó a darme vueltas en la cabeza.

A las cuatro de la tarde tomé la decisión. Metí algo de ropa en el carro, cogí mi pasaporte y emprendí la ruta hacia el sur. A eso de las nueve de la noche atravesé Lyon y comencé a subir los Alpes rumbo a mi destino: la tranquila y bella Ginebra. Llegué a eso de la medianoche, me instalé en un hotel frente al lago, comí algo y descansé.

Al día siguiente después de visitar una galería fui a buscar al famoso paisano que tenía el restaurante (y el ají). Héctor me había dado la dirección de su casa, pero cuando llegué, el número en la calle no correspondía, es decir, yo tenía apuntado el 14 y solo había el 10 y luego pasaba al 18. Me quedé parado en la calle pensando en qué hacer para justificar mi viaje, cuando de pronto vi a un tipo que caminaba erguido, con los brazos colgados y con aire de total despreocupación. Caminaba como amazónico.

-Debe ser él- me dije. -¡Juan!- le grité. El tipo volteó la cabeza hacia mí y se acercó.
-¿Quién eres, oy?- Tu cara me es conocida...
-Me llamo Gino Ceccarelli, iquiteño y vivo en París.
-¿Tú eres el artista? ¡Qué bacán! Justo estoy viniendo a mi casa a recoger las llaves de mi restaurante. Vamos para allá. Te invito un ceviche.

Cuando le pregunté si tenía ají charapita, me respondió que se le había acabado pero que tenía rocoto...

El restaurante quedaba en las afueras de Ginebra, en un segundo piso. La decoración era sumamente huachafa. Sus paredes estaban pintadas con murales de escenas amazónicas, tarrafas, redes y carachamas disecadas colgaban del cielo raso, así como flechas, pucunas y mariposas de palo. En el bar habían telas andinas, huacos, remos pintados. Guirnaldas y serpentinas completaban el decorado. Vendían algunos platos regionales y peruanos, y al trago estrella le denominaron el “coctel de los incas” que no era otra cosa que vodka con maracuyá.

-¿Sabías que tenemos una asociación llamada Amazonía que está conformada por loretanos? Espérate un ratito, les voy a llamar para que vengan.

Hizo algunas llamadas y muy contento me dijo que iban a venir algunos paisanos socios.

A los veinte minutos empezaron a llegar varios carros, algunos lujosos y otros menos. Algunos paisanos llegaron caminando. La paisanada era variopinta. Desde rostros típicos, casharos, mestizos y algunos con pinta europea. Al final éramos una docena de loretanos bebiendo y recordando la tierra.

Cuando habíamos bebido la mitad del bar, uno de los paisanos jaló su silla, se sentó a mi lado y me dijo:

-Oy' cholo, te voy a confesar algo pero no se lo vayas a decir a nadie.

Empezó la “mentiroseada” regional.

-¿Sabes? Yo estuve saliendo durante tres años con la Carolina de Mónaco. Te lo juro por Dios. Hace seis meses terminé con ella, me aburrió esta cojuda, es demasiado frívola. El problema es que me anda acosando y no se que hacer... me llama todo el tiempo, al punto que cada semana cambio de celular, pero ella no sé como hace, encuentra mi número y no para de llamarme. ¿Qué consejo me puedes dar para que ya no me busque esa dañada?

Evidentemente, no supe qué decirle ante tamaña mentira.

Otro paisano jaló su silla.

-Llegué hace dos semanas de nuestra tierra. Estuve monteando por el Shanaya y ¿sabes qué? De pronto se me apareció un lagarto negro de ¡diecinueve metros y medio! Me comenzó a perseguir, sus colmillos eran del tamaño de mi machete, su cabeza más grande que una camioneta y su lomo era de casi tres metros de alto. Le metí retrocarga y nada, seguía avanzando el animal y lo que hice fue esconderme detrás de un árbol y cuando pasó, salté encima de su cabeza, le clavé mi machete en su ojo izquierdo moviéndole para llegar hasta su cerebro. Pegó un bramido y se murió el gran puta.

Miré al llullampero y casi exploto de risa en su cara.

Se acercó otro. Parecía que hacían turno como si fuera un concurso de quién miente más.

Este fulano me contó que tenía más plata que Atahualpa. Dijo que era accionista de cuatro bancos Suizos, once supermercados y tenía tres yates de ochenta pies cada uno que estaban en Grecia y Australia.

Y así sucesivamente. Todos fueron desfilando. Al final yo también tuve que mentir. ¡El que contaba verdades quedaba como un cojudo!

Llegó la medianoche, el local estaba lleno, sobre todo de suizos y a esa hora el restaurante típico se convertía en una discoteca de música tekno. Ritmos frenéticos y luces giratorias se combinaban con carachamas serpentinas y tarrafas. Con los tragos que teníamos encima mas todo ese cambalache, era como estar en un vuelo de ayahuasca.

A eso de las tres de la madrugada mi cuerpo quería descanso. Al momento de despedirnos, el más dañadito del grupo, que casi no había hablado en todo ese día y al que no le había escuchado una sola mentira, me dijo:

-¿Tienes cómo regresar a París?

-Sí- le dije –vine en mi carro.

-Porque sino le puedo decir a mi chofer que te lleve al aeropuerto y te embarque en mi avión privado. Qué pena que te movilices en auto...

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajajaja me gustó el que no se podía desembarazar de "la dañada" de Carolina.

En una ocasión conocí un dentista loretano en Brasil y me dijo que yo no podía ser loretana porque no era posheca ni tenía dientes con coronas de oro, jajajaja ésa era su forma de identificar a sus paisanos. En este caso, tú te dejaste llevar por la caminada y ya ves que te ligó.