Algunas veces, Iquitos se nos antoja una extraña imagen que algún satélite meteorológico que graba fotografías incomprensibles para el común de nosotros, retransmite velozmente hacia las estaciones terrestres. En medio de tal estado de ánimo, se recurre a la memoria, apelamos a una foto de promoción ajada, observamos detenidamente rostros que siguen siendo familiares y suavemente nos sumergimos en aquella febril época cuando los viernes eran de juerga y, en mancha, todo desgarbados, caminábamos despreocupados metiendo bulla, queriendo bajarnos a punta de baladorazos los parinaris que poblaban los árboles de la Plaza 28 de julio y portando orgullosamente sobre el bolsillo de una camisa que quizás fuese blanca la insignia del colegio San Agustín.
En estos días, celebramos una aniversario más del día de San Agustín. Entiendo tenuemente también que la ausencia física es inevitable. Sin embargo la mente humana es capaz de animarse a emprender las más complejas travesías asociativas, a viajar a través del tiempo y aterrizar en el mismo auditorio donde alguna vez recibimos la ansiada autorización del Padre Director: “Ve, la vida te espera”.
A varios condiscípulos dispersos alrededor de este mundo, y de hecho a los flamantes promocionales, nos une la nostalgia. El recuerdo se apodera de nosotros cuando inquirimos en las nuevas generaciones y sus inquietudes particulares, cuando tratamos de averiguar quién es el nuevo chibolo goleador del Mundialito o cómo le va al colegio en los Geniotigres. Abrumados por responsabilidades muy humanas, sin embargo, atraídos por una misteriosa fuerza magnética, escarbamos en el viejo álbum de fotos, nos reímos de bobadas y esbozamos un rostro incrédulo al notarnos lozanos, jovencísimos y más bacanes que nunca, bien peinados, con nuestra mejor ropa encima y coqueteando sin vergüenza con cuanta muchacha del Corpus, el Sagrado, el Fátima y el Rosa de América pasase por nuestro lado.
Lo más aburrido de estas ocasiones es que un mayor presuntuoso recurra a un rollo inflamado y la más de veces aburrido para perpetrar la mayor de las intromisiones que un muchacho pueda tolerar en estas circunstancias: Recitar la realidad, es decir, describirla desde la perspectiva de alguien que la está sintiendo en carne propia y que en ocasiones supone no poder lidiar con ella; usar el contexto para disparar consejos, expresar avemarías morales y lucirse sin pudor, pero sobretodo, para matar la ilusión de jóvenes que creen poder cambiar el universo con el simple soporte de su inteligencia a veces irreflexiva y sus bíceps a menudo incipientes. No voy a ser yo quien aluda a estas impertinencias, desde luego. Quiero hablarles más bien de la libertad, esa palabrita de la que se sirven tanto charlatanes para aflorar por todo lo alto su demagogia y se ganen la vida de manera dudosa, por no decir inmoral; aquella triple concatenación de palabras que ha movido al mundo a olvidar complejos e ir en su búsqueda, con resultados casi siempre poco afortunados. Voy a tomar como ejemplo para ilustrarla cabalmente a Agustín de Hipona
Agustín fue un hombre que vivió intensamente su juventud. Contante transeúnte entre modas literarias y aficiones culturales, gastó sus mayores energías buscando la verdad, disfrutando de las mieles más superficiales y fáciles de conseguir en apariencia. Sin embargo, en lo más placentero de sus devaneos, se interesa por la Verdad, la auténtica, la que salva y reconforta, libera de cadenas y coloca en el recto camino del Bien. Buscando un objeto de amor, que creía falsamente haber encontrado en el maniqueísmo, decide apostar por la vida y encontrar finalmente la presencia consoladora de Dios. Conoce a Ambrosio, obispo de Milán y vuelve a la fe, no sin antes pasar por un intenso cuestionamiento de la misma y por las vacilaciones propias de su condición de hombre. Una vez superadas sus dudas, se convierte, es ordenado sacerdote, obispo y vive apasionadamente su amor por lo divino y lo humano.
Agustín decidió acceder a los placeres banales. Sin embargo, se dio cuenta que aquellas frivolidades lo esclavizaban, le ponían barrotes y lo apresaban en una cárcel en que se extrañaba al espíritu. Al elegir libremente a Dios, encontró su salvación y su motivo de existencia en el mundo. La gran frase “Ama y haz lo que quieras” resume magníficamente dicha situación. La libertad representa el mejor estímulo para vivir. Sin embargo, no podemos dejar de entender que el exceso siempre es contraproducente. Apelar al libertinaje, la mentira y espejo que deforma grotescamente nuestras metas y sueños significa dejar de lado la autonomía, someternos al imperio de los sentidos y abandonar aquella instancia imprescindiblemente humana que es la razón. Los resultados de dicho despropósito son pobreza espiritual, alienación e infelicidad. Nos afirmamos cuando decidimos soberanamente vivir con responsabilidad, pues ya sabemos que una libertad sin control, más que liberales, nos hace libertinos. No obstante, este influjo debe provenir de nosotros mismos, de nuestra conciencia induciéndonos en cada momento por el afán ético y la moral, por lo adecuado aunque no sea necesariamente lo que nos guste.
Desligar Iquitos del San Agustín es tarea casi imposible. Para un agustino que vive el autoexilio lidiando con las leyes no escritas y salvajes del sonido y la furia urbanas, regresar mentalmente al sitio donde nació, asociar vivencias, anécdotas o calendarios revejidos con el colegio de la Avenida Grau, amalgamar sueños, risas, quizás lágrimas, y vivir de nuevo la aventura de crecer. Son ellos, espectros que merodean la realidad, entrometiéndose y matizándola con el innegable poder del hecho consumado; aplicables a la fantasía y la magia. Ellos nos permiten otra vez compartir clases, esforzarnos sobremanera en Educación Física, jugar una pichanga en la cancha de tierra, conociendo sin querer - o queriendo profundamente - al amor de nuestras vidas y pedir al inmortal Loco que nos vuelva a fiar sus curichis. Todo este afecto por el colegio donde, más que estudiar, nos tocó vivir, queda demostrado en el hecho de que, aún cuando tengamos ya años alejados de su dominio vinculante (en mi caso pronto se cumplirán ocho), por momentos, de pronto, nos encontramos otra vez uniformados de blanco, gris y negro, tomando desayuno apresuradamente para llegar antes que den la temible campanada de las siete y veinticinco de la mañana y dejar que el tiempo pase mientras gozamos sin darnos cuenta del todo. Nos despertamos abruptamente y comprendemos entonces que la vivencia evocada es sólo un sueño, uno muy dulce y especial.
A pesar de que nos encontramos a cientos de kilómetros de distancia de la capital de Loreto, no nos consideramos ausentes en absoluto de esta fecha tan especial, ya que es posible permanecer física y espiritualmente donde uno lo desee, trascender al tiempo y la distancia con sólo cerrar los ojos. El San Agustín de hoy es diferente a aquél donde antaño estudiábamos: hay más infraestructura, la modernidad tanto material como pedagógica se nota en cada instante que uno camina por su local, ahora los muchachos escolares usan para sus fiestas pantalones holgados y se habla normalmente de cosas que antes tenían el intenso y culposo encanto de los prohibido. Sin embargo, ese colegio de ayer, hoy sigue sintiéndose el mismo. A pesar de las modas y la dureza de la mirada, los alumnos y ex alumnos somos también iguales. Y es que, en medio de tantas decepciones e indiferencias, de tan poca solidaridad, es grato que el San Agustín continúe siendo, después de todo, un tierno sentimiento que llevamos ahora y siempre indeleblemente en el inquieto y ardiente corazón.
(*) Versión corregida del artículo publicado en Pro&Contra del 13 de febrero de 1998.
En estos días, celebramos una aniversario más del día de San Agustín. Entiendo tenuemente también que la ausencia física es inevitable. Sin embargo la mente humana es capaz de animarse a emprender las más complejas travesías asociativas, a viajar a través del tiempo y aterrizar en el mismo auditorio donde alguna vez recibimos la ansiada autorización del Padre Director: “Ve, la vida te espera”.
A varios condiscípulos dispersos alrededor de este mundo, y de hecho a los flamantes promocionales, nos une la nostalgia. El recuerdo se apodera de nosotros cuando inquirimos en las nuevas generaciones y sus inquietudes particulares, cuando tratamos de averiguar quién es el nuevo chibolo goleador del Mundialito o cómo le va al colegio en los Geniotigres. Abrumados por responsabilidades muy humanas, sin embargo, atraídos por una misteriosa fuerza magnética, escarbamos en el viejo álbum de fotos, nos reímos de bobadas y esbozamos un rostro incrédulo al notarnos lozanos, jovencísimos y más bacanes que nunca, bien peinados, con nuestra mejor ropa encima y coqueteando sin vergüenza con cuanta muchacha del Corpus, el Sagrado, el Fátima y el Rosa de América pasase por nuestro lado.
Lo más aburrido de estas ocasiones es que un mayor presuntuoso recurra a un rollo inflamado y la más de veces aburrido para perpetrar la mayor de las intromisiones que un muchacho pueda tolerar en estas circunstancias: Recitar la realidad, es decir, describirla desde la perspectiva de alguien que la está sintiendo en carne propia y que en ocasiones supone no poder lidiar con ella; usar el contexto para disparar consejos, expresar avemarías morales y lucirse sin pudor, pero sobretodo, para matar la ilusión de jóvenes que creen poder cambiar el universo con el simple soporte de su inteligencia a veces irreflexiva y sus bíceps a menudo incipientes. No voy a ser yo quien aluda a estas impertinencias, desde luego. Quiero hablarles más bien de la libertad, esa palabrita de la que se sirven tanto charlatanes para aflorar por todo lo alto su demagogia y se ganen la vida de manera dudosa, por no decir inmoral; aquella triple concatenación de palabras que ha movido al mundo a olvidar complejos e ir en su búsqueda, con resultados casi siempre poco afortunados. Voy a tomar como ejemplo para ilustrarla cabalmente a Agustín de Hipona
Agustín fue un hombre que vivió intensamente su juventud. Contante transeúnte entre modas literarias y aficiones culturales, gastó sus mayores energías buscando la verdad, disfrutando de las mieles más superficiales y fáciles de conseguir en apariencia. Sin embargo, en lo más placentero de sus devaneos, se interesa por la Verdad, la auténtica, la que salva y reconforta, libera de cadenas y coloca en el recto camino del Bien. Buscando un objeto de amor, que creía falsamente haber encontrado en el maniqueísmo, decide apostar por la vida y encontrar finalmente la presencia consoladora de Dios. Conoce a Ambrosio, obispo de Milán y vuelve a la fe, no sin antes pasar por un intenso cuestionamiento de la misma y por las vacilaciones propias de su condición de hombre. Una vez superadas sus dudas, se convierte, es ordenado sacerdote, obispo y vive apasionadamente su amor por lo divino y lo humano.
Agustín decidió acceder a los placeres banales. Sin embargo, se dio cuenta que aquellas frivolidades lo esclavizaban, le ponían barrotes y lo apresaban en una cárcel en que se extrañaba al espíritu. Al elegir libremente a Dios, encontró su salvación y su motivo de existencia en el mundo. La gran frase “Ama y haz lo que quieras” resume magníficamente dicha situación. La libertad representa el mejor estímulo para vivir. Sin embargo, no podemos dejar de entender que el exceso siempre es contraproducente. Apelar al libertinaje, la mentira y espejo que deforma grotescamente nuestras metas y sueños significa dejar de lado la autonomía, someternos al imperio de los sentidos y abandonar aquella instancia imprescindiblemente humana que es la razón. Los resultados de dicho despropósito son pobreza espiritual, alienación e infelicidad. Nos afirmamos cuando decidimos soberanamente vivir con responsabilidad, pues ya sabemos que una libertad sin control, más que liberales, nos hace libertinos. No obstante, este influjo debe provenir de nosotros mismos, de nuestra conciencia induciéndonos en cada momento por el afán ético y la moral, por lo adecuado aunque no sea necesariamente lo que nos guste.
Desligar Iquitos del San Agustín es tarea casi imposible. Para un agustino que vive el autoexilio lidiando con las leyes no escritas y salvajes del sonido y la furia urbanas, regresar mentalmente al sitio donde nació, asociar vivencias, anécdotas o calendarios revejidos con el colegio de la Avenida Grau, amalgamar sueños, risas, quizás lágrimas, y vivir de nuevo la aventura de crecer. Son ellos, espectros que merodean la realidad, entrometiéndose y matizándola con el innegable poder del hecho consumado; aplicables a la fantasía y la magia. Ellos nos permiten otra vez compartir clases, esforzarnos sobremanera en Educación Física, jugar una pichanga en la cancha de tierra, conociendo sin querer - o queriendo profundamente - al amor de nuestras vidas y pedir al inmortal Loco que nos vuelva a fiar sus curichis. Todo este afecto por el colegio donde, más que estudiar, nos tocó vivir, queda demostrado en el hecho de que, aún cuando tengamos ya años alejados de su dominio vinculante (en mi caso pronto se cumplirán ocho), por momentos, de pronto, nos encontramos otra vez uniformados de blanco, gris y negro, tomando desayuno apresuradamente para llegar antes que den la temible campanada de las siete y veinticinco de la mañana y dejar que el tiempo pase mientras gozamos sin darnos cuenta del todo. Nos despertamos abruptamente y comprendemos entonces que la vivencia evocada es sólo un sueño, uno muy dulce y especial.
A pesar de que nos encontramos a cientos de kilómetros de distancia de la capital de Loreto, no nos consideramos ausentes en absoluto de esta fecha tan especial, ya que es posible permanecer física y espiritualmente donde uno lo desee, trascender al tiempo y la distancia con sólo cerrar los ojos. El San Agustín de hoy es diferente a aquél donde antaño estudiábamos: hay más infraestructura, la modernidad tanto material como pedagógica se nota en cada instante que uno camina por su local, ahora los muchachos escolares usan para sus fiestas pantalones holgados y se habla normalmente de cosas que antes tenían el intenso y culposo encanto de los prohibido. Sin embargo, ese colegio de ayer, hoy sigue sintiéndose el mismo. A pesar de las modas y la dureza de la mirada, los alumnos y ex alumnos somos también iguales. Y es que, en medio de tantas decepciones e indiferencias, de tan poca solidaridad, es grato que el San Agustín continúe siendo, después de todo, un tierno sentimiento que llevamos ahora y siempre indeleblemente en el inquieto y ardiente corazón.
(*) Versión corregida del artículo publicado en Pro&Contra del 13 de febrero de 1998.
1 comentario:
Casi me haces llorar, lindo el artículo sobre lo que significa el colegio para loa alumnos y ex alumnos. Y es que a pesar del tiempo, siempre volveremos al lugar de donde salimos, el SA es el mejor colegio de Iquitos, la enseñanza, y el vínculo que se crea con los maestros y autoridades es fenomenal. Excelentes palabras Pako.
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