Martes. Día aplatanado, monse, gris. Lima, life style de gran ciudad (aun cuando dista mucho de ser una súper metrópoli) aburre y cansa. Tomo mis coordenadas, me descubro conversando con muchas personas, mirando diferentes cosas que quiero-pero-no-puedo-tener, pensando diferentes motivos para sobrevivir una semana más sin dinero. Hago una llamada y nadie te contesta. Intento inútilmente ser asediado: no quieres recibir llamadas y, de un momento a otro, sincronizadamente, se te abalanzan veinte (deudas, apoyo social, apoyo cultural, apoyo y más apoyo). Pago un sol en omnibuses grandotes que me transportan hacia lo cotidiano.
- Oe, ¿dónde vas a ver el partido?
- Ni idea, quizás en la Cámara...
- Puta, hay que reunirnos con la gente, unas chelitas previas, puedo escaparme temprano de la chamba para estar con el pueblo, la barra, el cevichito, a ver si la hacemos...
- Está bien jodido ¿no?
- Nada, aún podemos hacerla, compadrito...
Pero el cielo de Lima, invariablemente, no ofrece sorpresas. Es virtualmente invierno y yo me la ha pasado mirando el mar, mientras su vientecillo helado te golpea en la cara y donde más desguarnecido te encuentras. El cielo sobre la ciudad es implacable en su ortodoxia cromática. Era gris. Era panza de burro. Era un preludio de lo más triste de este mundo, como alguna vez escribió Herman Melville. Comparado con el cielo amazónico, pletórico de colores, de intensidades, de abismos y de estéticas imprevistas, sufre los embates de la abulia, del tedio y la frigidez.
- Chochera, cuánto marca el score de la tarde...
- Si empatamos va a ser un milagro.
- Pucha, tú sí eres de los pesimistas
- Habla la voz de la experiencia...
- Escúchalo, bien - su palabra es ley -. Te firmo el resultado: Perú 1- Uruguay 0. En el mismo Centenario, ah.
El cielo de Lima, pese a que Eloy Jáuregui, ese avispado e inspirado, señala es un cielo de plomero, que merece los colores del orgasmo más intenso, ese cielo, te mira en la tarde con una densidad sombría que te deshecha. No hay emoción, siempre la misma tonalidad. Ya es de tarde y todos los sonidos irrepetibles se cruzan, se amalgaman y deciden retumbar en tu cabeza. La pasión se manifiesta como una invasión de hormigas que pugnan por regresar a la comarca. La gente empieza a regresar temprano a sus casas, busca lugares colectivos en los cuales reunirse, apaga celulares, hace llamadas de aviso, prende sus velitas, ahora sí...ahora sí.
Son casi las cinco de la tarde. Me estoy dirigiendo a conversar de libros, ferias, escritores, autores y demás. He obviado enérgicamente los decretos futbolísticos que me retienen a un televisor. Me voy enterado poco a poco, por las noticias, por los comentarios, por los anuncios de la tele. Un gol muy temprano, otro, un penal y Paolo Guerrero expulsado. El entrenador que echa chispas. Yo voy firmando la debacle, pero no estoy tan concentrado en ello. Solo veo que desde la calle, la noche nos ha invadido rápidamente. El cielo es negrísimo, pero además cercado por la tonalidad rojiza más demente.
Seis goles después, voy lentamente hacia el paradero. El ambiente es totalitario, majestuoso, gloriosamente cruel. El frío se cuela hasta los huesos, la ropa de anteriores temporadas resulta poco abrigadora. Todo se ha quedado desguarnecido ante la inminencia de la derrota. El suelo ya no es el límite. Las gestas futbolísticas ahora tienen vocación underground en el Perú.
Muertas y enterradas.
- Es que es increíble como su puede perder así. Es una vergüenza. Son unos cabrones, malparidos, huevonazos, cómo se les ocurre perder de esa forma, ese Chemo es un imbécil, inepto, malo de mierda, cómo le han podido dar la selección, seguro estaba coludido con esos rateros de Burga y Juvenal. Hay que ir al Aeropuerto y sacarles la mierda, volcarles el ómnibus, tirarles huevos, no merecen llamarse peruanos....
Clic.
La batería del celular también ha muerto.
Una combi pasa rauda, mientras en el dial, la radio reproduce El muchacho de los ojos tristes, de Janette. Yo lo paro, subo en silencio, me acomodo y no digo nada más. Solo miro desde la ventana lo que está por suceder.
El cielo de Lima se largaría a llover durante tres días consecutivos.
- Oe, ¿dónde vas a ver el partido?
- Ni idea, quizás en la Cámara...
- Puta, hay que reunirnos con la gente, unas chelitas previas, puedo escaparme temprano de la chamba para estar con el pueblo, la barra, el cevichito, a ver si la hacemos...
- Está bien jodido ¿no?
- Nada, aún podemos hacerla, compadrito...
Pero el cielo de Lima, invariablemente, no ofrece sorpresas. Es virtualmente invierno y yo me la ha pasado mirando el mar, mientras su vientecillo helado te golpea en la cara y donde más desguarnecido te encuentras. El cielo sobre la ciudad es implacable en su ortodoxia cromática. Era gris. Era panza de burro. Era un preludio de lo más triste de este mundo, como alguna vez escribió Herman Melville. Comparado con el cielo amazónico, pletórico de colores, de intensidades, de abismos y de estéticas imprevistas, sufre los embates de la abulia, del tedio y la frigidez.
- Chochera, cuánto marca el score de la tarde...
- Si empatamos va a ser un milagro.
- Pucha, tú sí eres de los pesimistas
- Habla la voz de la experiencia...
- Escúchalo, bien - su palabra es ley -. Te firmo el resultado: Perú 1- Uruguay 0. En el mismo Centenario, ah.
El cielo de Lima, pese a que Eloy Jáuregui, ese avispado e inspirado, señala es un cielo de plomero, que merece los colores del orgasmo más intenso, ese cielo, te mira en la tarde con una densidad sombría que te deshecha. No hay emoción, siempre la misma tonalidad. Ya es de tarde y todos los sonidos irrepetibles se cruzan, se amalgaman y deciden retumbar en tu cabeza. La pasión se manifiesta como una invasión de hormigas que pugnan por regresar a la comarca. La gente empieza a regresar temprano a sus casas, busca lugares colectivos en los cuales reunirse, apaga celulares, hace llamadas de aviso, prende sus velitas, ahora sí...ahora sí.
Son casi las cinco de la tarde. Me estoy dirigiendo a conversar de libros, ferias, escritores, autores y demás. He obviado enérgicamente los decretos futbolísticos que me retienen a un televisor. Me voy enterado poco a poco, por las noticias, por los comentarios, por los anuncios de la tele. Un gol muy temprano, otro, un penal y Paolo Guerrero expulsado. El entrenador que echa chispas. Yo voy firmando la debacle, pero no estoy tan concentrado en ello. Solo veo que desde la calle, la noche nos ha invadido rápidamente. El cielo es negrísimo, pero además cercado por la tonalidad rojiza más demente.
Seis goles después, voy lentamente hacia el paradero. El ambiente es totalitario, majestuoso, gloriosamente cruel. El frío se cuela hasta los huesos, la ropa de anteriores temporadas resulta poco abrigadora. Todo se ha quedado desguarnecido ante la inminencia de la derrota. El suelo ya no es el límite. Las gestas futbolísticas ahora tienen vocación underground en el Perú.
Muertas y enterradas.
- Es que es increíble como su puede perder así. Es una vergüenza. Son unos cabrones, malparidos, huevonazos, cómo se les ocurre perder de esa forma, ese Chemo es un imbécil, inepto, malo de mierda, cómo le han podido dar la selección, seguro estaba coludido con esos rateros de Burga y Juvenal. Hay que ir al Aeropuerto y sacarles la mierda, volcarles el ómnibus, tirarles huevos, no merecen llamarse peruanos....
Clic.
La batería del celular también ha muerto.
Una combi pasa rauda, mientras en el dial, la radio reproduce El muchacho de los ojos tristes, de Janette. Yo lo paro, subo en silencio, me acomodo y no digo nada más. Solo miro desde la ventana lo que está por suceder.
El cielo de Lima se largaría a llover durante tres días consecutivos.
2 comentarios:
Me gusto la sinceridad de Guerrero cuando le preguntarón sobre el resultado: PERDIMOS PORQUE SOMOS MALOS Y NO JUGAMOS A NADA !!!
Como dijo alguien: "pero... para que se inscriben...?"
Parecemos masoquistas, a esos rangachos no hay que darles bola, no ir a los estadios y bajarle los sueldos. Deberîan ganar como los obreros (que se merecen mâs respeto).
En fin, Viva el Perû!
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