Puerto Henry es uno de los más representativos embarcaderos y astilleros privados ubicados en Iquitos. Ubicado en el camino hacia el punchanino barrio de Bellavista. Lo baña levemente el río Nanay. Sobre sus faldas, todos los días, una flota de 8 motonaves de gran calibre (bautizadas con nombre homónimo del lugar) traen llevan una legión de pasajeros y carga, de norte a sur, por todo el territorio loretano y demás. Sus propietarios, la familia Colomé (oriunda de la provincia de Alto Ucayali), trabajan mucho tiempo en el rubro y han labrado una sólida empresa que parece ser líder en el negocio, a pesar de la encarnizada competencia por dominar la carretera fluvial amazónica. El olor de las axilas picantes y sudorosas es implacable. El motocarro se estaciona en el borde mismo de la pista pavimentada. Son casi las seis de la tarde y el cielo tiene facha de haber sido coloreado en clave naranja-neón. Empieza a anochecer y alguien ha sido enormemente generoso, pues ha puesto al más alto volumen una canción de R.E.M. que retumba en unos parlantes: The world is collapsing/ Around our ears/I turned up the radio/ But I can't hear it
La tradición precisa que las cosas parezcan iguales, aunque el tiempo cambie dramáticamente. Uno nota, aunque hayan pasado sesenta, treinta o cinco años, que el barro y la greda siguen siendo signos distintivos de los puertos, porque, aunque a cada instante la maquinaria pesada nivela pisos y construye estructuras, el terreno que pisamos es básicamente tierra, que cuando llueve o se moja se convierte fácilmente en lodazal. La geografía de los barrancos a veces impide la vanguardia tecnológica. Quienes llegan a manejar soberbiamente el panorama son los “chaucheros” (estibadores), hombrecitos bajos, enjutos y magros, pero provistos de una fuerza hercúlea inaudita, la cual – propina mediante – les permite levantar sobre sus hombros y espalda verdaderos mastodontes sin mascullar siquiera un ¡ay! de dolor (las consecuencias usualmente las pagan años después, en la columna vertebral, en los pulmones, en las arterias y en la piel).
Para abordar el Henry 5 (que nos llevará hacia Contamana, una de las ciudades más insulares de la región), se debe hacer equilibrio a través de pesados tablones de madera. El acero industrial de la armazón de la motonave tiene un sonido particular cuando chocan sobre ellos algunos elementos clásicos de este tipo de travesías, como el equipaje de mano, las encomiendas y las sogas extremas de las hamacas. Hay que sortear escollos insalvables como gallinas, chatarra y decenas de comerciantes que venden diversos productos (pescado asado, relojes de contrabando, papel higiénico). Todos venden el doble de lo que cuesta en tierra firme, sobre todo a quienes parecen ser de mejor ver que los pasajeros usuales (la psicología del comerciante es básica pero siempre infalible). Lo más gracioso es que el frontis lleva pintadas imágenes muy sugerentes e involuntariamente cómicas de un tigre con sobrepeso y un Superman con exceso de curvas femeninas.
Dadas las circunstancias, el concurso de sonidos, olores y fricciones es frenético y ciertamente divertido. Existen tres niveles para acomodarse, de acuerdo a particulares necesidades, bolsillos y resignaciones: el de carga, donde usualmente también se asientan algún personal de tripulación; el segundo piso, donde se colocan la mayoría de la gente que viaja sin dormitorio; y el tercer piso, el lugar donde generalmente se coloca el mayor número de camarotes. Sobre ellos, una amplia explanada abierta, permite descubrir además, el cuarto de maquinas, donde el capitán (o “mestre”) dirige el timonel sin muchos adelantos tecnológicos, pero con amplia experiencia transitando la zona.
Los precios varían. Cada persona paga aproximadamente 180 nuevos soles por estar en una habitación doble, dos tarimas de madera con un colchón delgado, un tomacorriente con electricidad (que usualmente duras casi todo el día), baño privado que bombea un agua negruzca (el tanque de la nave acumula agua del río, que es usualmente turbia). Un pequeño ventilador trata de salvar el panorama. Si tienes suerte, tu pasillo no es constantemente transitado y puedes tener una vista impecable del paisaje. Los ciudadanos de a pie pueden pagar 80 nuevos soles (100 si es que van hasta Pucallpa, un día adicional de trayecto) y la metodología para abordar es simple: llegar lo más temprano posible para lograr la ubicación menos incómoda. Allí, cada grupo tendrá que crear su propio espacio/trinchera/ghetto. Se improvisan lotes, se trazan líneas imaginarias que separan la ubicación de Fulanita respecto de la parcela de Menganito. Ambas son adyacentes y permanecen separadas por escasos 5 o 10 centímetros. Hamacas, colchas gruesas sobre el piso y una sensación de hacinamiento que, en todo caso, queda consentida a las reglas de la convivencia pacífica, aplicables a estos menesteres. La gente baila, canta, ronca, se mece y desahoga constantemente (una de las cosas más divertidas que escuché en el trayecto fue el de una señora, quien muy naturalmente, ante la invasión de olores fétidos y penetrantes en el espacio, gritó a viva voz “prohibido peerse en el barco”). Todas las ínfulas de distinción o de trato diferenciado en estas circunstancias se quiebran ante la democracia del trato igualitario, vertical. Para poder tener un viaje decente, si es que pueden, es preciso llevar útiles de higiene y aseo personal, mucho agua (bebible, claro está), productos para comer en sobre o en lata, frazadas, utensilios de comida, radios (muy recomendable si son de reproductor de CD o MP3, porque es casi imposible captar radio. Ah, es indispensable ropa gruesa para la noche y las madrugadas (porque el frío y el viento que corren son gélidos y traicioneros).
La meditación sobre el viaje es el de crear la mayor cantidad de actividades posibles para poder sobrellevar con cierta dignidad el viaje. Porque, déjenme decirles, que lo más difícil de la experiencia es nunca poder llegar a descubrir exactamente la fecha y hora en que llegarás a tu destino. Imposible que te indiquen cuál será tu itinerario, mucho menos cuáles serán las paradas, ni siquiera los días en los cuales podrás hacer la travesía. Uno va calculando, como casi todo en la Amazonía, de acuerdo a las probabilidades, al tanteo, a la experiencia autodidacta. Lo que uno termina por ver el selva y río, a veces los más importante y hermosos recursos de flora y fauna, pero, créanme, cuando ya empiezan a pasar más de 48 horas y esas hermosuras son tu único horizonte de mirada la cosa empieza a tornarse como que medio repetitiva. Y la gente deja que las confraternidades en torno al trago o a una guitarra o a afinidades, digamos, más sentimentales, sean práctica y oficio no solo comprensible sino completamente alentables.
Los principales ayudantes de la nave tienen el nombre bastante metafórico de “prácticos”. No se sabe cuál será el menú (que es mayoritariamente feo, malo, pobre, y cuya única diferencia entre los de camarote y los de hamaca es que a los primeros se los llevan a la habitación, pero a veces con cucharas, sin refresco, frías y nulamente calientes). No estamos en la casa de mamá ni un resort en el Caribe (aunque a veces los niveles de inhumanidad nutricional llegan a niveles francamente intolerables). Si a eso sumamos la insufrible andanada de autostop que hace el barco en cada pueblo, caserío, villa, casita de las riberas para levantar carga y pasajeros (durante todo el día, a veces en disparatados horarios) o para arrear chanchos gritones y alharaquientos, entonces puede uno sacar su cuenta de que el viaje también puede ser una vocación por el martirio.
Pero, si uno no es ni ribereño ni todo-terreno, aún así hay cosas realmente impagables que todos ustedes agradecerán: las intensas confesiones entre los amigos, el incremento geométrico de la productividad laboral (agradezco la buena decisión de haber llevado mi lap top, porque pude trabajar muchísimo más que en cualquier momento en ese Iquitos plagado de juergas, impertinencias y horarios canibalizados por el hueveo), o esa banda sonora infinita que es la selva, con sus murmullos y sus chillidos. Pero, con mayor razón, la sinfonía natural que precede al escenario: inmenso, respetable, donde uno puede perderse en la conciencia de sus deseos, sus ilusiones y sus sueños de belleza. Porque, a través de un sendero nocturno plagado de millones de estrellas en el firmamento y amaneceres en los cuales el barco es acompañado por decenas de delfines entusiastas y amigables, escuchando el cantante que más te gusta (en mi caso, Nina Simone, desgarrándose bajo el vigilante reposo de una garza blanquísima, parada sobre un árbol frondoso e interminable), es cuando te dices que no importa que te hayas demorado tres días y medio para llegar a tu destino y hayas bajado dos kilos por la mala alimentación. No importa en lo absoluto, sino contemplar la hermosura que tienes frente a tus ojos y desear que no termine nunca y que la gran cruz nocturna que anuncia, a lo lejos, que hemos llegado a Contamana, solo sea una ilusión óptica, una más de las tantas que reiteran que este gran espacio verde es único e irrepetible; que, finalmente, esta masa de vida incesante es mágica, religiosa, definitivamente cósmica.
La tradición precisa que las cosas parezcan iguales, aunque el tiempo cambie dramáticamente. Uno nota, aunque hayan pasado sesenta, treinta o cinco años, que el barro y la greda siguen siendo signos distintivos de los puertos, porque, aunque a cada instante la maquinaria pesada nivela pisos y construye estructuras, el terreno que pisamos es básicamente tierra, que cuando llueve o se moja se convierte fácilmente en lodazal. La geografía de los barrancos a veces impide la vanguardia tecnológica. Quienes llegan a manejar soberbiamente el panorama son los “chaucheros” (estibadores), hombrecitos bajos, enjutos y magros, pero provistos de una fuerza hercúlea inaudita, la cual – propina mediante – les permite levantar sobre sus hombros y espalda verdaderos mastodontes sin mascullar siquiera un ¡ay! de dolor (las consecuencias usualmente las pagan años después, en la columna vertebral, en los pulmones, en las arterias y en la piel).
Para abordar el Henry 5 (que nos llevará hacia Contamana, una de las ciudades más insulares de la región), se debe hacer equilibrio a través de pesados tablones de madera. El acero industrial de la armazón de la motonave tiene un sonido particular cuando chocan sobre ellos algunos elementos clásicos de este tipo de travesías, como el equipaje de mano, las encomiendas y las sogas extremas de las hamacas. Hay que sortear escollos insalvables como gallinas, chatarra y decenas de comerciantes que venden diversos productos (pescado asado, relojes de contrabando, papel higiénico). Todos venden el doble de lo que cuesta en tierra firme, sobre todo a quienes parecen ser de mejor ver que los pasajeros usuales (la psicología del comerciante es básica pero siempre infalible). Lo más gracioso es que el frontis lleva pintadas imágenes muy sugerentes e involuntariamente cómicas de un tigre con sobrepeso y un Superman con exceso de curvas femeninas.
Dadas las circunstancias, el concurso de sonidos, olores y fricciones es frenético y ciertamente divertido. Existen tres niveles para acomodarse, de acuerdo a particulares necesidades, bolsillos y resignaciones: el de carga, donde usualmente también se asientan algún personal de tripulación; el segundo piso, donde se colocan la mayoría de la gente que viaja sin dormitorio; y el tercer piso, el lugar donde generalmente se coloca el mayor número de camarotes. Sobre ellos, una amplia explanada abierta, permite descubrir además, el cuarto de maquinas, donde el capitán (o “mestre”) dirige el timonel sin muchos adelantos tecnológicos, pero con amplia experiencia transitando la zona.
Los precios varían. Cada persona paga aproximadamente 180 nuevos soles por estar en una habitación doble, dos tarimas de madera con un colchón delgado, un tomacorriente con electricidad (que usualmente duras casi todo el día), baño privado que bombea un agua negruzca (el tanque de la nave acumula agua del río, que es usualmente turbia). Un pequeño ventilador trata de salvar el panorama. Si tienes suerte, tu pasillo no es constantemente transitado y puedes tener una vista impecable del paisaje. Los ciudadanos de a pie pueden pagar 80 nuevos soles (100 si es que van hasta Pucallpa, un día adicional de trayecto) y la metodología para abordar es simple: llegar lo más temprano posible para lograr la ubicación menos incómoda. Allí, cada grupo tendrá que crear su propio espacio/trinchera/ghetto. Se improvisan lotes, se trazan líneas imaginarias que separan la ubicación de Fulanita respecto de la parcela de Menganito. Ambas son adyacentes y permanecen separadas por escasos 5 o 10 centímetros. Hamacas, colchas gruesas sobre el piso y una sensación de hacinamiento que, en todo caso, queda consentida a las reglas de la convivencia pacífica, aplicables a estos menesteres. La gente baila, canta, ronca, se mece y desahoga constantemente (una de las cosas más divertidas que escuché en el trayecto fue el de una señora, quien muy naturalmente, ante la invasión de olores fétidos y penetrantes en el espacio, gritó a viva voz “prohibido peerse en el barco”). Todas las ínfulas de distinción o de trato diferenciado en estas circunstancias se quiebran ante la democracia del trato igualitario, vertical. Para poder tener un viaje decente, si es que pueden, es preciso llevar útiles de higiene y aseo personal, mucho agua (bebible, claro está), productos para comer en sobre o en lata, frazadas, utensilios de comida, radios (muy recomendable si son de reproductor de CD o MP3, porque es casi imposible captar radio. Ah, es indispensable ropa gruesa para la noche y las madrugadas (porque el frío y el viento que corren son gélidos y traicioneros).
La meditación sobre el viaje es el de crear la mayor cantidad de actividades posibles para poder sobrellevar con cierta dignidad el viaje. Porque, déjenme decirles, que lo más difícil de la experiencia es nunca poder llegar a descubrir exactamente la fecha y hora en que llegarás a tu destino. Imposible que te indiquen cuál será tu itinerario, mucho menos cuáles serán las paradas, ni siquiera los días en los cuales podrás hacer la travesía. Uno va calculando, como casi todo en la Amazonía, de acuerdo a las probabilidades, al tanteo, a la experiencia autodidacta. Lo que uno termina por ver el selva y río, a veces los más importante y hermosos recursos de flora y fauna, pero, créanme, cuando ya empiezan a pasar más de 48 horas y esas hermosuras son tu único horizonte de mirada la cosa empieza a tornarse como que medio repetitiva. Y la gente deja que las confraternidades en torno al trago o a una guitarra o a afinidades, digamos, más sentimentales, sean práctica y oficio no solo comprensible sino completamente alentables.
Los principales ayudantes de la nave tienen el nombre bastante metafórico de “prácticos”. No se sabe cuál será el menú (que es mayoritariamente feo, malo, pobre, y cuya única diferencia entre los de camarote y los de hamaca es que a los primeros se los llevan a la habitación, pero a veces con cucharas, sin refresco, frías y nulamente calientes). No estamos en la casa de mamá ni un resort en el Caribe (aunque a veces los niveles de inhumanidad nutricional llegan a niveles francamente intolerables). Si a eso sumamos la insufrible andanada de autostop que hace el barco en cada pueblo, caserío, villa, casita de las riberas para levantar carga y pasajeros (durante todo el día, a veces en disparatados horarios) o para arrear chanchos gritones y alharaquientos, entonces puede uno sacar su cuenta de que el viaje también puede ser una vocación por el martirio.
Pero, si uno no es ni ribereño ni todo-terreno, aún así hay cosas realmente impagables que todos ustedes agradecerán: las intensas confesiones entre los amigos, el incremento geométrico de la productividad laboral (agradezco la buena decisión de haber llevado mi lap top, porque pude trabajar muchísimo más que en cualquier momento en ese Iquitos plagado de juergas, impertinencias y horarios canibalizados por el hueveo), o esa banda sonora infinita que es la selva, con sus murmullos y sus chillidos. Pero, con mayor razón, la sinfonía natural que precede al escenario: inmenso, respetable, donde uno puede perderse en la conciencia de sus deseos, sus ilusiones y sus sueños de belleza. Porque, a través de un sendero nocturno plagado de millones de estrellas en el firmamento y amaneceres en los cuales el barco es acompañado por decenas de delfines entusiastas y amigables, escuchando el cantante que más te gusta (en mi caso, Nina Simone, desgarrándose bajo el vigilante reposo de una garza blanquísima, parada sobre un árbol frondoso e interminable), es cuando te dices que no importa que te hayas demorado tres días y medio para llegar a tu destino y hayas bajado dos kilos por la mala alimentación. No importa en lo absoluto, sino contemplar la hermosura que tienes frente a tus ojos y desear que no termine nunca y que la gran cruz nocturna que anuncia, a lo lejos, que hemos llegado a Contamana, solo sea una ilusión óptica, una más de las tantas que reiteran que este gran espacio verde es único e irrepetible; que, finalmente, esta masa de vida incesante es mágica, religiosa, definitivamente cósmica.
2 comentarios:
Añoro esos viajes de época escolar, recuerdo particularmente un viaje que hicimos a Indiana con una gente del colegio: la vuelta tirados panza arriba en el techo de la chata, muy de noche, mirando el cielo amazónico tachonado de estrellas, olor de mapacho cercano y manoseos casi virginales.
Que buena cronica, siempre me ha llamado la atencion esa travesia, un amigo la hizo de Pucallpa a Iquitos en una semana!!. Ojala algun dia la pueda hacer. Hubiera sido chevere que pusieras algunas fotos.
Saludos
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