13 abril 2008

CAZANDO PELACARAS


(Imagen: Leyendario Amazónico de Nelson Mori)



Estas últimas semanas las he pasado absorbido por dos cosas (aparte de buscar - infructuosamente - un trabajo estable): promocionar la cultura amazónica y, paralelamente, reencontrarme con gran parte de su mitología a través de la escritura. Sea a través de una épica historia sobre el origen de nuestro mundo incluida en reciente catálogo de un conocido pintor loretano, o mediante un ensayo sarcástico sobre los bufeos colorados para una prestigiosa revista de crónicas, he buceado frenéticamente en el imperio de la narrativa oral y por la excéntrica pero deslumbrante galería de criaturas de nuestra imaginación. Incluso, a pesar de las inevitables presiones de los productores (cuya chamba no consiste precisamente en entender mis demandas de paciencia en nombre de la estética y la perfección narrativas), acabo de finalizar el proyecto de guión para un próximo largometraje cinematográfico que se filmará en Iquitos, basado en una de nuestras leyendas urbanas de más reciente y reconocida popularidad: la del Pelacaras.

En verdad, el personajillo de marras viene apareciendo y desapareciendo en mi mente bastante tiempo atrás. Entre obsesiones que tienen que ver con trastornos del sueño, invocaciones en lugares desolados, ha ido delineándose su figura o su mención debido a una necesidad - y una tradición - que se mantiene viva gracias a la oralidad. El Pelacaras pertenece a la misma estirpe de aquéllos que se agolpan en el imaginario local y fundan sus orígenes en la existencia primigenia y ancestral. ¿Acaso no es verdad que existen los tunchis y gobiernan nuestras casas, jalando sus cadenas, apagando las luces y moviendo las mecedoras? ¿Acaso no es cierto que a los duendes les guste salir retratados en las fotos que tomamos con nuestros teléfonos celulares? ¿Cómo negar que existan “gentes del agua” que aparecen en los pueblos, convertidos en apuestos mancebos y mujeres fatales que nos hechizan, nos seducen y nos llevan a vivir con ellos en las profundidades de los ríos? ¿Qué me dicen de la “sirena” que un grupo de niños dicen haber visto en la laguna de Quistococha? ¿No habría que tomar, acaso, como una señal del fin del mundo, el que el día se haya oscurecido en Requena, hace poco? ¿No deberíamos darle toda la razón a Douglas Flores, que dice haber fotografiado un fantasma en el Parque Zonal? ¿No deberíamos creerle al rosacrucista - pero mejor caricaturista - Lando cuando dice que el fantasma de la foto de Douglas es real? ¿Acaso el ayahuasca no nos permite hablar con nuestro “yo” espiritual? ¿Y quién niega que en el colegio República de Venezuela haya una concentración de poder sobrenatural? ¿Y quién me demuestra que los ruidos extraños que se escuchan de noche en el colegio San Agustín no sean más que los muertos incomprendidos del cementerio que existía debajo de su actual construcción? ¿Díganme si no es verdad que existe una monja sin cabeza deambulando en la soledad del colegio Nuestra Señora de Fátima? ¿Y la casa encantada de la sexta cuadra de la Napo? ¿Y la lancha invisible que surca diariamente por el Amazonas? ¿Quién me desmiente cuando digo que la patiquina ahuyenta a la mala suerte y los rateros? ¿Qué amante despechado no apela exitosamente a la pusanga para retener al ser amado? ¿No son los “gringos” seres destinados a convertirse en lo que sea? ¿Acaso alguien puede estar en desacuerdo con que en la selva todos los árboles tienen una madre que convive dentro de ellos?

Como casi todos, he ido creando mis propios seres paranormales desde las épocas en que, bajo la luz de las velas que usábamos debido a los apagones del primer gobierno de Alan García, se agolpaban en las aceras cierta vocación por el misterio y lo desconocido. Mi abuela María siempre alimentaba mi vocación supersticiosa con relatos del Yarapa y de Yucuruchi, sus convivencias con ayaymamas y anacondas gigantes. De adolescente, he tratado inútilmente de convocar a los espíritus en torno a la ouija y me he quedado con las ganas de descubrir un supuesto platillo volador que había caído al río Napo. Ya de adulto, he leído todos los libros, he visto todas las series, he seguidos todas las películas y he escuchado todos los ruidos extraños durante la filmación de Chullachaqui, en medio del río Nanay. Ahora me he internado en todas las selvas posibles, he ido al Campamento Alianza (en el camino hacia Nauta) a hacer contacto con el extramundo, he acudido a todos los curanderos, los curiosos, los médiums de verdad y también los de mentira, en fin, he puesto mi rostro a descubierto con el fin de encontrar al Pelacaras. Y aunque lamentablemente no he nacido con la facultad de ver más allá de lo evidente, tengo el consuelo de poseer aún suficientes imaginación y fe (aquellas que ni siquiera la racionalidad del Primer Mundo ni las bondades tecnológicas amantes del pragmatismo han conseguido anular), como para decir con plena seguridad, a pesar de infaltables escépticos y aguafiestas, que ellos están ahí y nos están llamando. Ellos siempre nos están llamando. Es cuestión de saber escucharlos.

3 comentarios:

evargas dijo...

Gracias Paco
Siempre te leo
Palabras de personas que solo conozco por el mundo virtual me hacen sentir que quizás esta aventura no es en vano

Paco Bardales dijo...

Querida Esther:

Fuerza en esta lucha. No es en vano. Ninguna cruzada por la dignidad de las personas y contra la necedad humanas puede ser en vano. Más aún cuando la realizan personas tan talentosas y valientes como tú.

Una vez más, mi total solidaridad con tu causa y mi simpatía personal por tu trabajo y tu prosa.

Anónimo dijo...

Pelacaras?... No recuerdo, será algún nuevo personaje? Algún anónimo cirujano plástico de la ciudad talvez?, sería propio de estos tiempos ...más bien faltó mencionar pishtacos, achiquinviejas y renamulas, terror de los chiquitines de todos los tiempos, en los barrios periféricos de Iquitos, aquellos de lamparines, alcuzas y velas.
Anónimo Loretano.