En el fragor de la batalla, nos sentamos frente a la pantalla. Miramos fijamente el teclado. Pensamos. Cerramos los ojos. Imaginamos las cosas que dirán de esto. Imaginamos las cosas que dicen. Imaginamos que habría que tomar por asalto cada palabra que de nuestra carrera implacable contra el impecable blanco del ordenador podemos destruir. Destruimos el tedio. Destruimos la rutina. Destruimos la cotidianidad.
Pero el tiempo lo destruye todo.
Porque creemos que debemos hablar todos los días de lo mismo: violaciones, desviaciones, tragedias personales, tragedias colectivas, el precio del pan, el alza de la leche, el maldito gobierno, el maldito presidente, el maldito hijo de perra que no nos cae bien y al que debemos destruir, al que debemos joder porque nos cae mal, porque nos ha mirado mal (o porque no nos ha mirado). Creemos que debemos hablar, como insignes bustos parlantes, de potos, tetas, torsos, pelvis, de culos (grandes, pequeños, caídos) y nos debe importar como asunto de la más alta prioridad universal con quién se acuesta fulanito, a quién seduce menganita, por qué se comporta así zutanito. Y debe aparecer siempre en nuestras páginas el último dato sobre Alan, Toledo, Humala, Rafael Rey, el “Chemo”, Pizarro, Paolo Guerrero, la Tula o “Brad” Pizza.
Porque, definitivamente, nos vamos para arriba con nuestra tele, con nuestro estéreo, con nuestra motito y luchamos por la lap top, por salir en 2Night, por viajar a Miami, por tener nuestra USB de 4 gigas, por comer en el Fitzcarraldo, o “pechar” a todos los habladores que aunque les invites igual rajan, a todos los cobardes que te saludan con abrazo y después, por lo bajo, te destruyen con su lengua infecta (o creen destruirte, los pobres). Y escoges un lindo trabajo, una casa decente, una linda familia, un prestigio “intachable” y, claro, también ganamos plata, queremos ganar plata, nos desesperamos si no tenemos plata, nos desesperamos si nos dicen que mañana nos quedaremos sin plata. Y porque la plata vale como el oro y mejor que la brillantina y mucho más que el orégano, pero mucho menos que la dignidad, la libertad y la paz interior de los demás.
Porque el tiempo lo destruye todo, incluso aquello que fervientemente deseaste que se destruyera en los demás. Porque siempre escupes al cielo y siempre la vida se encarga de colocarte en la exacta dimensión que te corresponde.
¿Qué somos, amigo editor?
Somos aves de paso, compañero de ruta.
Somos gente que camina, que calla, que come lo que puede y siente lo que no debería. Que vive esperando que llegue todo aquello que dio inicio a esta columna, que vive pendiente de todo aquello que dio inicio a esta columna, que vive despreciando o aborreciendo todo aquello que dio inicio a esta columna. Pero no se acuerdan que quizás Dios – si existe – también está enfermo de toda esta carga de empequeñecida humanidad de la cual hacemos misérrima gala.
¡Como si en verdad importara esa bagatela ordinaria y los gritos histéricos de los fariseos!
Somos aves de paso, que nos damos cuenta cuando aquello que se supone debe vivir para siempre, que debe perpetuarse más allá de nosotros, que debería enterrarnos en paz, se esfuma en medio de la nada.
Recién después del caos, sabemos que existe algo importante que se llama muerte. Que se llama falibilidad. Que se llama equivocación. Que se llama inevitabilidad. Que se llama vulnerabilidad. Que se llama dolor.
Ellos no lo saben y no les importa. Pero deberían.
Porque recién cuando el destino nos golpea sin misericordia recordamos que existe la poesía, los amaneceres, los verdaderos amigos, las mujeres hermosas, las madrugadas plácidas, los helados de aguaje, el vino a la luz de las velas, los amores platónicos, los hombres extraordinarios, el cine, las canciones de Miguel Bosé, los conciertos de Soda Stereo, las miradas constantes, los domingos en la playa con quien te acaricia la cara, escribir hasta que ya no te queden fuerzas, editar hasta que todas las noticias se hayan cubierto, los e-mails de Miami, las noticias de mamá, el súper retrato de tu padre en tu oficina, las enfermedades curables, los problemas resueltos, él que correteaba indómitamente en el vientre de tu mujer, él que era el único que de verdad importaba.
Eso somos, amigo editor, que sabes de ires y venires, que has cabalgado en todos los pros y contras de este trayecto. Aves de paso. Aves de fuego. Aves que se van extinguiendo en materia pero que, a veces, raramente, siguen volando seguras, espectacularmente justo hacia el centro del sol.
Aunque el tiempo se encargue de arruinarlo todo y haya cosas que en verdad no valgan la pena, los bebés pájaros siempre podrán volar. Porque son bebés pájaros y ellos, como los niños, siempre irán al cielo. Claro que sí. Siempre.
La vida continúa, felizmente, Potrillo.
Pero el tiempo lo destruye todo.
Porque creemos que debemos hablar todos los días de lo mismo: violaciones, desviaciones, tragedias personales, tragedias colectivas, el precio del pan, el alza de la leche, el maldito gobierno, el maldito presidente, el maldito hijo de perra que no nos cae bien y al que debemos destruir, al que debemos joder porque nos cae mal, porque nos ha mirado mal (o porque no nos ha mirado). Creemos que debemos hablar, como insignes bustos parlantes, de potos, tetas, torsos, pelvis, de culos (grandes, pequeños, caídos) y nos debe importar como asunto de la más alta prioridad universal con quién se acuesta fulanito, a quién seduce menganita, por qué se comporta así zutanito. Y debe aparecer siempre en nuestras páginas el último dato sobre Alan, Toledo, Humala, Rafael Rey, el “Chemo”, Pizarro, Paolo Guerrero, la Tula o “Brad” Pizza.
Porque, definitivamente, nos vamos para arriba con nuestra tele, con nuestro estéreo, con nuestra motito y luchamos por la lap top, por salir en 2Night, por viajar a Miami, por tener nuestra USB de 4 gigas, por comer en el Fitzcarraldo, o “pechar” a todos los habladores que aunque les invites igual rajan, a todos los cobardes que te saludan con abrazo y después, por lo bajo, te destruyen con su lengua infecta (o creen destruirte, los pobres). Y escoges un lindo trabajo, una casa decente, una linda familia, un prestigio “intachable” y, claro, también ganamos plata, queremos ganar plata, nos desesperamos si no tenemos plata, nos desesperamos si nos dicen que mañana nos quedaremos sin plata. Y porque la plata vale como el oro y mejor que la brillantina y mucho más que el orégano, pero mucho menos que la dignidad, la libertad y la paz interior de los demás.
Porque el tiempo lo destruye todo, incluso aquello que fervientemente deseaste que se destruyera en los demás. Porque siempre escupes al cielo y siempre la vida se encarga de colocarte en la exacta dimensión que te corresponde.
¿Qué somos, amigo editor?
Somos aves de paso, compañero de ruta.
Somos gente que camina, que calla, que come lo que puede y siente lo que no debería. Que vive esperando que llegue todo aquello que dio inicio a esta columna, que vive pendiente de todo aquello que dio inicio a esta columna, que vive despreciando o aborreciendo todo aquello que dio inicio a esta columna. Pero no se acuerdan que quizás Dios – si existe – también está enfermo de toda esta carga de empequeñecida humanidad de la cual hacemos misérrima gala.
¡Como si en verdad importara esa bagatela ordinaria y los gritos histéricos de los fariseos!
Somos aves de paso, que nos damos cuenta cuando aquello que se supone debe vivir para siempre, que debe perpetuarse más allá de nosotros, que debería enterrarnos en paz, se esfuma en medio de la nada.
Recién después del caos, sabemos que existe algo importante que se llama muerte. Que se llama falibilidad. Que se llama equivocación. Que se llama inevitabilidad. Que se llama vulnerabilidad. Que se llama dolor.
Ellos no lo saben y no les importa. Pero deberían.
Porque recién cuando el destino nos golpea sin misericordia recordamos que existe la poesía, los amaneceres, los verdaderos amigos, las mujeres hermosas, las madrugadas plácidas, los helados de aguaje, el vino a la luz de las velas, los amores platónicos, los hombres extraordinarios, el cine, las canciones de Miguel Bosé, los conciertos de Soda Stereo, las miradas constantes, los domingos en la playa con quien te acaricia la cara, escribir hasta que ya no te queden fuerzas, editar hasta que todas las noticias se hayan cubierto, los e-mails de Miami, las noticias de mamá, el súper retrato de tu padre en tu oficina, las enfermedades curables, los problemas resueltos, él que correteaba indómitamente en el vientre de tu mujer, él que era el único que de verdad importaba.
Eso somos, amigo editor, que sabes de ires y venires, que has cabalgado en todos los pros y contras de este trayecto. Aves de paso. Aves de fuego. Aves que se van extinguiendo en materia pero que, a veces, raramente, siguen volando seguras, espectacularmente justo hacia el centro del sol.
Aunque el tiempo se encargue de arruinarlo todo y haya cosas que en verdad no valgan la pena, los bebés pájaros siempre podrán volar. Porque son bebés pájaros y ellos, como los niños, siempre irán al cielo. Claro que sí. Siempre.
La vida continúa, felizmente, Potrillo.
2 comentarios:
Excelente post, solo que, somos menos que aves, criaturas tan puras.
Lou.
ESE ES EL ESTILO Q ME GUSTA CUANDO ESCRIBES. ES TAN LLENO DE TI Y DE TODO. Y OTRA COSA, A DARLE CON GANAS NOMAS.
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