Halloween: escenas de la lucha de clases en San Isidro
Francisco Bardales
San Isidro, el barrio limeño donde vivo hace un tiempo (y al que felizmente he regresado luego de un prolongado periplo iquitense) suele convertirse en determinadas ocasiones en un microcosmos del cual muchos pueden extraer pequeños fragmentos de la más extraña vida. Entre la opulencia del Golf, el cuadrado verde en que se asientan los penthouses y residencias más lujosas de la zona; y el venido a menos y miraflorino barrio Santa Cruz, testimonio de la decadencia de la clase media obrera, existen, a veces, puntos medios desde los cuales uno puede disparar su observación. La lucha de clases se desarrolla todos los días, bajo la victoriosa moda de celebración del famoso día de Brujas o, pronunciado en forma más distinguida, Halloween.
Recién bajado del avión que me devuelve al hogar, mi primera impresión es darme un recorrido por cuánto ha cambiado el panorama. Es 31 de octubre y los preparativos de la fiesta están en todo su furor. San Isidro es un gran rectángulo que se acaba en los puntos cardinales respectivos, todos ellos especialmente visibles por el gran trabajo del actual alcalde Jorge Salmón, pero sobre todo, por ese aire tan particular que mezcla riqueza y estilo de vida, muy caro a los suburbios de las ciudades de Estados Unidos (american way of life), así como un gran sentido de “clase” que caracteriza a los sanisidrinos; es decir, la convicción de que nadie podrá dejar de visualizarlo, de tenerlo a tiro de ojo, de darse cuenta que no hay otro como él/ella. Esa fascinación se ejerce debido a criterios varios: los ancestros, el posible y lustroso título (¿nobiliario?), las relaciones interpersonales, el club, el color de los ojos, el cabello ligeramente desteñido, el dinero ligeramente rebosante, o, en el peor de los casos, el dulce recuerdo de mejores tiempos nice.
Pero, este último día de mes, también permite distinguir que al fin y al cabo, somos una nación de peculiaridades e ironía. Estamos iniciando en el siglo XXI con la oreja adherida al colonialismo mental del XIX. Muchas de las estampas parecen sacadas de Un mundo para Julius, la novela de Alfredo Bryce que retrata los dos fuegos entre una oligarquía preocupada en sus asuntos materiales y una servidumbre obrera esperando el momento indicado para luchar por una vida (y una billetera) mejor.
Porque no es menos cierto que durante el día, un ejército de sirvientes, mayordomos, jardineros, choferes, apostados en la zona donde viven juntos –pero nunca revueltos –Genaro Delgado Parker, Baruch Ivcher, María Teresa Braschi, David Waisman o Dionisio Romero (sólo por citar algunos de los top), también se preparan de noche para que sus hijos celebre la noche de las bruja, el jalohuei, como debe ser. Claro, porque la señora de la casa podrá ser la patrona de afuera para adentro, pero de ninguna manera viceversa, así que tranquila, nomás, lady, nada de amotinamientos, que los empleados también tenemos derechos, qué caracho.
Y resulta muy divertido darse cuenta que el severo aire de tranquilidad de San Isidro empieza a romperse de poco, especialmente cuando el tiempo se detiene y aparecen las escenas más importantes del nuevo ascenso. Porque aquí, como dice el spanglishiano Daddy Yankee, son cosas que pasan en barrio fino. Este barrio de alta alcurnia no tiene las características de Iquitos, donde la democratización permite que en una sola calle vivan juntos, por igual, el profesor, el dueño de media ciudad y el zapatero; en tanto sus hijos son iguales y hacen las mismas palomilladas bajo el mismo sol (aunque quizás con diferente marca de zapatillas). No, pues, en San Isidro se dan las escenas más importantes de una batalla constante y consciente entre los dos más importantes extremos del destino.
No hay duda que podemos sentir un pequeño abrazo de amor de los grandes triunfadores, de los poderosos, de los dueños de todo. Pero siempre será superficial, apenas epidérmico, frivolón. No importa, porque, aunque quizás la gran clase crea que se encuentra frente a una escena de la Tierra de los Muertos de George Romero, donde los zombies (que pueden ser “ellos”; es decir, los “otros”) toman por asalto sus refugios y ghettos y lo destruyen o se adueñan de ellos y lo conquistan, así fuera lo último que se deba hacer en este bendito tiempo-espacio.
Y los niños proletarios, con sus disfraces bamba, su parafernalia monstruosa de segunda mano, su atuendo made in Mercado Central y de un momento a otro definen con la mejor de las emociones y se lanzan al ruedo a celebrar su fiesta como si estuvieran en la más importante de las aristocracias con cara de vela derretida. Saben que el distrito no les pertenece, pero su derecho de posesión es mucho más importante, porque sus padres, o ellos mismos han caminado mucho por Camino Real, Las Begonias, Coronel Portillo, creyendo que les dicen que Malibú está a un paso del Ovalo Gutiérrez y ellos sólo pueden ver la opulencia desde las ventanas del micro que los lleva al Cono Norte, al Cono Sur, incluso más allá. Esta fecha es de todos y nadie tiene la soberana concha de quitarles la posibilidad de soñar.
Y así, con sus calabazas de plástico, y sus caramelos a granel, con sus galletas de animalitos, les hacen la competencia a los niños de la oligarquía. Aparecen como buenos, saben lo que les toca y saben qué puerta tocar. Amenazan convertir el más hermoso barrio en un crisol de razas, de emociones, de situaciones. No existe canción criolla, tampoco las órdenes de la señora de la casa. El Olivar y Diagonal son una sucesión de rostros cetrinos, humildes pero poderosos que saben que en el momento de sentir la emoción de ser niños y tener la ilusión de tener en sus manos la opción de la satisfacción.
Yo, mentalmente, me traslado a 1989, y recuerdo sin ninguna duda las más intensas historias de Scenes From the Class Struggle in Beverly Hills, adaptación fílmica corrosiva del gran escenario de disputa de las clases sociales, dirigida por Paul Bartel. Las grandes señoronas les tiene miedo, les temen, les preocupa que el barrio se vaya “oscureciendo”, pero, aunque no lo quieran, esta es una decisión irreversible. La vida ya les ha dado un triunfo a estos pioneros imberbes que, sin querer queriendo, le asestan una estocada más a la exclusión. Qué chévere que haya sido en el día más bizarro del año, mientras las brujas danzan en su caldera y Soda Stereo se mofa de los ricachones con una terrorífica y cachosa versión de ¿Por qué no puedo ser del jet set?. Say no more.
23 noviembre 2005
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