Sobre los desvaríos de una discoteca de ambiente y su variada fauna nocturna
En lo más íntimo del cielo
el alma de Adonis, como una estrella,
fulgura en su mansión de eternidad.
(Percy Shelley)
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Sábado, once pe-eme. Es una noche indudablemente extraña. Llueve desaprensivamente, con apático volumen sobre los hombros de la ciudad. Acordes tropicales se suceden en radios, parlantes, bocinas, se reiteran en la onomatopeya que nace del subsuelo. Patitas de araña surcan mi rostro con incomodidad, súbitamente trocadas en esferas líquidas y transparentes. La aplatanada penumbra donde todo parece estar destinado ya – aunque suene a ironía semántica – a nada, absolutamente nada, suceder. Camino lentamente por la Plaza de Armas de Iquitos sin pensar en nada más que en esta historia de neón esmeralda. Llueve en mi estéreo Roads, de Portishead.
Click. Una cámara digital de 5.5 megapixels dispara su cañón plateado con criminal belleza, destruyendo por un instante la oscuridad. Una turista con un polo “I Love NY” sonríe despreocupada en el Boulevard a un trejo y cetrino vendedor de chucherías al paso. No existen viajeros en este momento en las calles angostas. Diviso el panorama desde el cuarto angosto de este bar de marinos y potrancas fluviales. Un par de trapos nada más. Suficiente, nunca algo llega a ser permanente. Mi ajada billetera de aspirante a cronista marca diez soles. Rebelde sin pausa, harto del stablishment juerguero, ése tan decididamente mayor, claramente encorsetado, tan adecuadamente fashion, busco un planeta diferente. No tengo a nadie. Sobrevivo. Todo sucede en cuestión de minutos.
Andrógino, estirado sociólogo que vive al costado de mi habitación, se anuncia. Desprevenido, su esencia de buena familia sanisidrina y formación PUCP contrasta claramente con su joven aspecto de cazador de circunstancias. Su rostro blanquecino, casi albino resalta la camisa roja ceñida con mangas entubadas y flecos coquetos, con el jean Diesel focalizado, con las zapatillas urbanas Timberland con que se presenta a mi encuentro. Me invita a la “marcha charapa”. Sé que no podría resistirme. Mi polera del videojuego Atari lo señala. La condición, claro está, es que lo acompañe a “su” refugio, en algún lugar de la avenida del Ejército, allende el campo santo de los muertos tradicionales de la época del caucho, zona de guerra dominada por las amarraditas, el aparre y el cortejo cómplice de la oscuridad. Despierta una bombilla roja de fulgor descarado. Despierta el beat. Se empiezan a sentir los primeros acordes de una extravagante factoría que celebra el ritmo, el color, la erotomanía y la ambigüedad: Adonis; la discoteca “de ambiente” más ruidosa y popular de la urbe.
El avezado motocarrista que me lleva a 70 k-p-h por la avenida Cáceres se la lleva fácil. Desde una cuadra se puede distinguir la respetable hilera de autos, motocicletas y motocarros que montan guardia frente a su improvisado estacionamiento. Un barullo incesante, acompasado, creciente se adhiere a mis oídos. Es Kylie Minogue, ejecutando gloriosamente el himno Cant get you out of my head. Un par de chibolos lustra-tabas venden por lo bajo jebes jebes jebes. Satisfacción. Estamos a punto de recorrer el círculo luciferino. Bienvenidos a la jungla. Welcome to hell.
Todo es falso, aquello que une y que al mismo tiempo marca la frontera entre una vida y otra, me dice el Andrógino. El infierno, en todo caso, puede ser también un buen lugar. El Adonis (o ADN, como lo conocen en cierto mundillo) es heredero de una tradición de apertura hacia manifestaciones de su género que remecieron en su debida oportunidad esta aún pacata y cuchicheante aldea. Por ejemplo, un inmundo y destartalado lugarcito llamado La Jarra, ubicado nada menos que enfrente de la Villa de la Policía, famoso por sus fiestas salvajes y la promiscuidad de sus servicios higiénicos. La Jarra era para chicos duros de sensibilidad alborotada. Para jóvenes intelectuales y faranduleros encantados por su marginalidad kitsch. Para hombres y mujeres de corazón berraco. La Jarra finalmente tuvo que colgar los tacones, aquejada por su desprestigiada reputación y su achorada pinta, amén de la ira de las buenas gentes. Queda el recuerdo de sus colores enemigos entre sí, sus murales lascivos, sus mujeres de pelo en pecho.
La Jarra produjo hijos ilegítimos de toda laya. Uno de ellos fue el tristemente célebre Jaula de las Locas (ubicado enfrente del Hospital Regional de la ciudad, cerrado por desuso en junio de 2003, convertido después en un night club que adoptó el dudoso nombre de Botella Borracha), donde lo más divertido estribaba en las peleas de callejón que protagonizaban las airadas criaturas afectadas en su femineidad. Posteriormente, el LGY, del distrito de Punchana, pretencioso y decidido a toda costa por convertirse en la mejor discoteca gay de la ciudad, resaltó unas espectaculares drag que desfilaban por la vereda. Su fachada de pequeñita casa blanca e inmaculada, parecía impensable para devaneos hedonistas, incluidas relaciones públicas en sectores influyentes, muy reducidos, casi VIP. Su buena música, intersección de efectivos downloads y éxitos de moda que establece la serie televisiva norteamericana Queer as Folk, lo asemejaba a la legendaria cabina de internet Coconanet, diseñada y decorada bajo la exacta escenografía tropical, único lugar de la Selva donde se podía gozar la armónica convivencia, no exenta de esporádicas y mutuas bajezas, entre “heteros” y “homos”. Ambos tuvieron que bajar su telón el año 2004 y pronto se difuminaron en la espesa niebla de la nostalgia apta sólo para minorías.
El Spectrum, sobreviviente del caos, tiene peor fama. Ubicado en el sector de Las Colinas, en el populoso distrito de San Juan, ir hacia su espectral encuentro constituye una tarea de machos. Rodeado de un penetrante olor a orines empozados, su ausencia de luz exterior le da un aura de barcito portuario, incrustado en la desvencijada vegetación y cortado por un camino de tierra, al que la proverbial incontinencia climática de la región puede convertirlo en un fangal con sólo un abrir y cerrar de ojos. No hay acá estilizados representantes del transformismo sino maricones que provocarían el espanto generalizado de cualquier alma pura y santa: velludos, desdentados, patichuecos, Thalías ó Paulinas Rubio ensimismadas en una realidad alterna. Andan rodeados de una gama de maperos con intenciones comerciales, soldaditos del Fuerte Alfredo Vargas Guerra en día libre con todas las ganas y olores posibles, maleantes manos largas. Todos revueltos entre tanta voz de pito que se disfraza de grito salvaje cuando despierta el animal que llevamos dentro. No es aconsejable ir en motos y es mejor entrar en mancha (si eres demasiado osado) porque a la salida puedes encontrarte en medio de una guerra de pandillas, los Mashacuris y los Berracos, dispuestos a no dar tregua a los curiosos, chivos de mierda de barrio bajo.
Yo no sé mucho. Me interno en la madre de todas las invasiones de la piel. Los imprevistos acordes de un merengue me desarman. Un guachiman con facha de famélico 911 me retiene. El Andrógino lo mira fijamente a los ojos. Pago los dos soles que me solicitan, en noche estelar de sábado, como único derecho de entrada; no incluye trago, amiguito. El ingenio de los diseñadores permite cruzar un túnel de concreto, pintado e iluminado con tonalidades violáceas. Un lento crujir electrónico, latino y amazónico golpea mi cerebro y mi corazón con afán monocorde. Tum, tum tum, tum. Se abre la puerta principal y la imagen empaña mi visión. Los flashes y luces rojizas, naranjas, amarillentas, verdosas; las cortadoras; las esferas retro que reflejan platino en cada resquicio del local. Un chiquillo de unos dieciséis años menea su cuerpo como una batidora, ahora al compás de un techno salvaje. Asistentes: fácilmente superan los 350. El aire es viciado, espeso, caliente. Las prendas se te adhieren al cuerpo, el profuso sudor de los invasores te retiene. La zona es un solo de jadeos y sofocos implacables.
Alguien ha dejado correr el rumor que el show principal será sexo en vivo. Hardcore. Pero los organizadores, atinados, conscientes de que acá viene mucha gente, no necesariamente de la más urgida ni solamente homosexual, decide que, por lo menos por esta noche, se deje de lado tan audaz espectáculo. En el segundo piso, a través de una pantalla gigante, imágenes de una caótica presentación multimedia se suceden, invocando por igual publicidades varias, animaciones extravagantes, cuerpos desnudos, consejos de protección contra el SIDA y las ETS, historietas con doble sentido y una invocación a la tolerante y orgullosa de lo que se ha venido a denominar, con impecable ligereza, “su opción”. El Andrógino baila en la pista principal un mix de toadas.
Hay fauna para todos los gustos: mariconcitos afeminados, travestis glamorosas, tracas peluqueras feísimas, lesbianas bien machonas, chicas solas con muchas ganas de atinar, gay de closet que se esfuerzan por parecer rígidos, maperitos en busca de calidez y algo de plata extra, patas “bien varones, choche” que andan en plan chonguero, intelectuales y músicos subterráneos, viejos verdes en busca de compañía, parejas chica-chico en pleno agarre, gringas con harta sazón, borrachos absolutamente perdidos en medio del distorsionado paisaje. En la pantalla gigante se muestran las “bondades” de la nueva drag favorita del local; Francesca. En los baños siempre hay un sapo que mira de más, pero que no se atreve a hacer nada si uno no se lo permite. Dos patas agarrados, “de familia decente”, se miran, se miden, se desean, se abrazan y se besan bajo el sediento soundtrack de una canción del dúo lésbico ruso T.A.T.U.
Una niñita me mira con mucho detenimiento y llama mi atención. Tendrá unos quince años y es morenita, bajita, potoncita, coqueta. Me ilusiona la idea de que se fije en mí, sobre todo en este lugar donde el que viene, cualquiera sean sus gustos, siempre está bajo sospecha de mariconería. Sin embargo, en lo más interesante de su visita, detrás de ella, alguien que podría ser mucho menor que yo le hace una señal con el chasquido de los dedos, como señalando el momento de la archiconocida señal crematística. Caficho, me imagino. Lola, me resigno. Luego del Caliente, caliente de la diva Rafaella Carrá, suena casi al instante una pegajosa cumbia, “sacude el billete, sacude el billete…”
Desengañado, por decir lo menos, me refugio en la contemplación del respetable. Veo a una tía y un tío gordazos, maduros ya, acompañando a sus hijos o celebrando la presentación en sociedad del más refinado de sus vástagos. Chupan cerveza de a pico y hacen el ademán de botar la espuma al suelo con asombrosa maestría. Alguna rubia que trata de parecerse a Madonna me señala si deseo un trago; otro pata pirañón me indica al oído si nos aunamos a la chanchita para una jarra de algarrobina (que aquí se sirve en envase pyrex de plástico y sin sorbete), mientras suavemente, con toda la técnica que es capaz de mover el deseo, pasa fugazmente alguno de sus dedos a través de mi espalda. El recorrido manual por la espina dorsal ajena constituye práctica común y para aquellos que no están acostumbrados, puede resultar traumática u ofensiva. Sin embargo, todo ello es simplemente un juego, un divertimento, un tanteo ilusorio.
Como si fuera su casa (en realidad lo es), el showman Karlos Vela va y viene, sabiéndose poderoso y, en cierto sentido, deseado. Tiene la facultad de hacer reír, de manejar la pantalla de proyección, de reunir a los más distinguidos representantes del aro, de ingresar y expulsar gente de la disco. Su influencia es tal que, aunque no sea el administrador ni el dueño, dicta las reglas en este antro y lo hace con soltura, glamour gay y, obviamente, respeto. Los pervertidos se sienten dueños del local, pero más que pervertidos, parecen liberados portadores de una vocación por hacer lo que los sentidos, la cabeza y el corazón dictan. Ensayo un discurso desde mí, sueño infructuosamente con un retorno. El Andrógino coquetea con un chiquillo de tintes pajizos; intuyo que esta noche no dormirá solo en la pensión. Yo me encuentro en medio de la nada.
4:00 A.M. Me quieren sacar el número de teléfono. Yo soy cortés, como siempre me enseñó mi madre, y lo entrego. Antes de despedirme, al descubrir que escribo con la mano izquierda, Karlos Vela me dice, con mohín disforzado, que éste no es un mundo para un zurdo como yo. Quizá tenga razón, pero ¿para quién lo es? Viendo a todos aquellos que ahora cantan a coro Eternamente Bella de Alejandra Guzmán, despreocupados, libres, gente gay ó straight, comunes o especiales, simples mortales, habitantes de IQT al fin y al cabo, y sabiendo lo que se habla y dice fuera de estas paredes inundadas de verde neón, intuyo que a nadie le pertenece este mundo. Todos terminamos siendo extraños en nuestra propia y también extraña tierra.